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El ladrón y la palabra

Autor:

Juventud Rebelde

Me lo contó un amigo, cuyo progenitor tiene casi 80 años. Su padre, hombre de bondad infinita y quien no ha parado de trabajar pese a la edad, gusta de entablar diálogos anchos aun con los desconocidos.

Resulta que un camaján ajeno al barrio, valiéndose de esa benevolencia extrema, llegó un día hasta el anciano y durante varios minutos le habló de lo terrenal y lo divino; de carpintería y de pelota, sus dos temas favoritos.

Luego de unas dos horas de confianzuda charla, de pedirle cortésmente un vaso de agua y un cigarro, el personaje le hizo cierta solicitud inverosímil: «Mi viejo, présteme la bicicleta; se la traigo enseguida, le doy mi palabra».

En el colmo de la afabilidad —por no escribir otro término— el octogenario accedió; le prestó la bici. Todavía, después de 40 soles con sus lunas, el abuelo está esperando por aquel «amigo» de ocasión que le pidió el equipo «con el corazón» y, finalmente, resultó un ladrón.

Cuando su hijo, molesto, lo regañó por tamaña ingenuidad, el señor solo se defendió con una frase: «Oye, él me dio su palabra». Nada más.

Aunque parece un cuento, la anécdota posee, entre todas sus aristas, dos que instigan a la meditación. Una está ligada con el empleo de la «palabra» como anzuelo con el propósito deliberado de engañar o timar a cualquiera.

Antes, cuando alguien empeñaba su palabra era algo sagrado; no hacía falta el bendito cuño ni la consagrada firma ni dejar el carné de identidad como garantía. Eso era antes.

Ahora son pocos, como el protagonista de la narración, los que creen en la «palabra» o en las promesas de boca o en los «te lo traigo urgente». ¡Cuántos hoy juran y perjuran por los seres queridos, por las criaturas celestiales, por los epitafios de sus antecesores que harán una cosa y en realidad hacen otra! ¡Cuántos en el juramento hasta liquidan a los suyos con tranquilidad, cruzando o no los dedos!

Ya la «palabra» es una burla, una ficción, un juego. Ojalá algún día vuelva a cobrar el valor y la fuerza de antaño, y deje ser truco o marioneta del vocabulario.

La otra arista llamativa de la anécdota —la más alarmante— está vinculada con el daño que aún provocan esos rufianes modernos que no se detienen ante nada ni nadie —ni siquiera ante la senilidad o la invalidez de una persona— con tal de adquirir cualquier cosa, desde una cadena refulgente, una bicicleta «de medio palo», hasta un par de medias agujereadas.

No pensemos que ese malhechor del relato es el único que emplea ardides para aprovecharse de la inocencia de individuos cuyas fuerzas en la mente y el cuerpo ya mermaron. Hay otras historias sobre jugarretas (mayores o menores) de pillos que perjudicaron a domicilio o en plena calle a nuestros ancianos, esos que deberían ser tan venerables en todo tiempo y lugar.

Como mismo existen seres que ayudan y cooperan con los de edad avanzada, hay quienes les pasan gato por liebre, o les caminan por encima, o les fabrican todo tipo de burlas.

Esa realidad nos está planteando por lo bajo un reto futuro, sobre todo porque en este país cada día crece el número de ciudadanos de la tercera edad —y de la cuarta— que viven buena parte del día sin auxilio de descendientes más jóvenes.

¿Cómo combatir mañana al truhán que busque beneficiarse de los años de alguien usando su «palabra» o cualquier otro ardid? Hay que combatir de verdad al ladrón, eliminarlo para siempre, para que no llegue a la puerta del anciano; hay que darle vida y virtud otra vez a la palabra.

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