Me recuerdo llegando a Bulgaria con mis pantalones de «láster» y corduroy —aún no he logrado descubrir quién le dijo a mi madre que aquella tela neutralizaba el frío—, mis guayaberas y mis discos bajo el brazo, sin siquiera imaginar que en aquellos círculos negros llenos de surcos casi invisibles se escondía el antídoto contra la nostalgia; esa que inevitablemente aparece cuando la distancia impide mantener vivo el olor a tierra mojada.
Ya es oficial: los irlandeses votaron a favor del Tratado de Reforma de la Unión Europea. Un ¡uufff! de alivio se ha escuchado en varias capitales del Viejo Continente, donde los gobernantes aguantaban la respiración a la espera de saber qué harían tres millones de votantes irlandeses, por cierto, los únicos ciudadanos entre los 500 millones de la UE que pudieron pronunciarse sobre el mencionado texto.
Cuántos kilogramos de tinta y de palabra cayeron en saco roto incentivando la llamada «cultura del detalle». Esa que convida a poner la excelencia en lo grande y lo pequeño; la que propone no olvidar ni siquiera lo aparentemente insignificante.
Este viernes los cubanos no enterramos un cuerpo en el cementerio de Colón: sembramos una columna, de las tantas sobre las que deberá seguir irguiéndose el altar moral de Cuba de entre cualquier desgarradura.
«Viene de arriba»… «Es lo que está establecido»… Tales comodines al uso, que entumecen el criterio y silencian el debate, suelen tener un efecto francamente contrarrevolucionario, en el sentido más profundo de la palabra. Y que nadie se asuste con el calificativo. Hay maneras muy diversas, desde adentro, de entorpecer el avance de nuestra democracia socialista.
Como el propio Martí, comprendió que nuestra batalla es por la justicia y no por la venganza. Insistió sobre la eticidad con la sapiencia, la savia de los grandes pensadores, de los fundadores de una nación. Cuántas veces no habrá reflexionado sobre la obligación del cubano, orgulloso de su herencia y del vientre que lo trajo, de afianzar su compromiso con la patria afincándose en sus raíces, con alto sentido de la cubanidad, primero, la hispanidad, luego, y finalmente la latinidad y la americanidad, que en definitiva vienen a ser todas la misma cosa.
Siempre asociamos la pobreza a los países que estamos al sur de este planeta, ultrajado por decenas de males y casi todos provocados por los hombres y las mujeres, que nosotras no estamos exentas de cometer barbaridades, por muy creadoras de vida que seamos. Cuesta admitir su existencia en naciones ricas sustentadas sobre el consumismo, pero ahí está también, incrustada y sin solución.
Lo escuché «una noche de catacumbas», leyendo, a la luz de una tenue lámpara, la conferencia inicial de un ciclo de pensadores sobre «el rumor del alma cubana». Fina estaba a su lado, como siempre, tan fina, callada e inmensa, que cabía toda en su sombra de soñador diminuto.
La arrancada en firme del Banco del Sur en el marco de la II Cumbre de países de América del Sur y África (ASA) obtuvo muy buenos votos de los mandatarios y altos funcionarios africanos reunidos en la isla venezolana de Margarita, que fueron invitados por el mandatario bolivariano Hugo Chávez a conformar una estructura financiera intercontinental llamada BANCASA (Banco de ASA), que pondría en jaque a las políticas neocolonialistas del Norte.
Noam Chomsky utilizó recientemente en México una frase, colmada de ironía, que me llamó mucho la atención. A propósito del sistema jurídico, Chomsky declaró en una conferencia en la Universidad Nacional Autónoma de México que en Estados Unidos «la ley es en verdad un asunto solemne y majestuoso». Esa ironía chomskiana lanzada sobre la sacrosanta ley estadounidense, desnuda la sutil manipulación de los tribunales desde la Casa Blanca. El gobierno se escuda detrás del sistema judicial para implementar decisiones políticas arropadas en la majestuosa solemnidad de «la ley».