Me recuerdo llegando a Bulgaria con mis pantalones de «láster» y corduroy —aún no he logrado descubrir quién le dijo a mi madre que aquella tela neutralizaba el frío—, mis guayaberas y mis discos bajo el brazo, sin siquiera imaginar que en aquellos círculos negros llenos de surcos casi invisibles se escondía el antídoto contra la nostalgia; esa que inevitablemente aparece cuando la distancia impide mantener vivo el olor a tierra mojada.
Mi «discoteca» era mínima, pero suficiente como para que pronto ansiosas manos hicieran desaparecer los colores de las acartonadas portadas de los Trípticos de Silvio y un Querido Pablo que regalaba inolvidables dúos. Cierro los ojos y me veo rodeado de amigos que insistían en maltratar la misma pista: aquel Para vivir en que Mercedes Sosa y Milanés unieron voz y alma para hacer «deseable» el desamor.
A la Negra Sosa la había escuchado antes. No podía ser de otra manera cuando toda la piel de América estaba en su piel y andaba en su sangre un río que liberaba en su voz su caudal. Sin embargo, reconozco que todavía no había sido hipnotizado definitivamente por la intérprete inigualable de temas al estilo de Todo cambia, Alfonsina y el mar, Gracias a la vida y Como la cigarra.
Sucedió en la fría Sofía de los años 80, donde comprobé que aquella mujer, que gustaba vestir con un poncho y no abandonaba su bombo tradicional, era el ídolo de los muchos latinoamericanos que conocí. No era difícil andar entre los altos edificios y escucharla en Como pájaros en el aire, la canción donde Peteco Carabajal describía las manos de su madre, y que cuando ella la cantaba también hacía arder la leña, y convertía en mágico lo cotidiano.
Quizá porque Mercedes Sosa vio la luz el 9 de julio, justo el Día de la Declaración de Independencia de la Argentina, su voz grave y profunda, y de timbre cálido, fue la voz de la libertad. La eterna compañera de los exiliados, y exiliada ella misma —permaneció en su tierra reprimida hasta que en 1978 fuera arrestada en uno de sus conciertos en La Plata—, decidió no cantar más en Chile mientras gobernara Pinochet.
Mas esa decisión no sorprendió a sus tantos seguidores. Y es que desde temprano se definió como cantora y se explicaba: «cantante es el que puede y cantor el que debe». Unida desde siempre a la izquierda política, sabía que su deber era estar al lado de los oprimidos, de los explotados, y cantar sus sufrimientos y anhelos, sus sueños y rebeldías.
Por ello el anuncio, este domingo, de la muerte de la también Embajadora de Buena Voluntad de la UNESCO, a causa de una disfunción renal que la llevó a una falla cardiorrespiratoria, arrastra la tristeza de esas multitudes temerosas porque «si se calla el cantor, calla la vida». Sin embargo, La Negra no se apagará jamás. La voz del continente permanecerá en el aire desde el Río Bravo hasta la Patagonia, como sus cenizas, esparcidas en Tucumán, donde nació; Mendoza y Buenos Aires.
De cualquier manera, puede descansar en paz. Mercedes Sosa fue escuchada: Solo le pido a Dios/ Que el dolor no me sea indiferente/ Que la reseca muerte no me encuentre/ Vacía y sola sin haber hecho lo suficiente.