Como el propio Martí, comprendió que nuestra batalla es por la justicia y no por la venganza. Insistió sobre la eticidad con la sapiencia, la savia de los grandes pensadores, de los fundadores de una nación. Cuántas veces no habrá reflexionado sobre la obligación del cubano, orgulloso de su herencia y del vientre que lo trajo, de afianzar su compromiso con la patria afincándose en sus raíces, con alto sentido de la cubanidad, primero, la hispanidad, luego, y finalmente la latinidad y la americanidad, que en definitiva vienen a ser todas la misma cosa.
Cuando hizo falta expandir con mayor fuerza el pensamiento del Apóstol, sobrevino la sacudida de Cintio Vitier, encargado de revitalizar y abonar el culto a Martí en una generación, más concretamente, mi generación.
Había que derribar nuevos muros, había que fomentar la avidez, había primero que «probarlo, sentir su sabor», como me dijo una vez. Y mientras unos se enfrascaban en disquisiciones estériles, él, por esa irrenunciable vocación de ser útil, abrazó a la juventud, fue puente, vaso comunicante, hilo transmisor de esa herencia necesaria. Eso se lo debemos.
Todo trabajo bien hecho es un trabajo del alma, dijo en esta misma tierra Juan Ramón Jiménez, uno de sus mentores, y él parece haberse apropiado como nadie de aquella sentencia. Seres de su temple intelectual no se repiten.
Cubano sin rencor y sin odios, hombre decente, por encima de todo, «hombre entero», suscribirá Fina García Marruz. Se sobrepuso a angustias y quebrantos, o mejor dicho, se sobrepusieron los dos. Y es que me resulta harto difícil separar a Cintio y Fina, así sea solo sus nombres.
Afortunadamente, otro maestro, sabio amigo común, ha resuelto esta incapacidad, tan mía como suya, aduciendo que dicha luminosa conjunción (de cuerpos y almas), es más que justa pues ambos constituyen «una sola carne».
Cintio Vitier encarnó lo que llamaríamos el «hombre bueno». Jamás le escuché blasfemar de alguien, y ni siquiera censurar la decisión de amigos que se marcharon definitivamente.
Sin embargo, cuando se releen sus cuartillas, se entiende la coherencia de un pensamiento que estuvo atento a todo lo tocante a su Cuba, a la que nos ayudó a entender y a querer.
La República de las letras cubanas, de la que era indiscutido presidente —como aseveró su fraterno Roberto Fernández Retamar—, sentirá su ausencia. El noble caballero, el iluminado patriota de incesante martianidad, se ha marchado físicamente. A Cuba le deja el magisterio, la ética y la obra toda. A este joven escribiente el eco de su voz sin brumas cuando, a manera de despedida, me dijo: «Pienso que me muestro a mí mismo como el ser virtuoso que no soy; mi final es poesía y es Revolución». Así fue, así ha sido, así será.