Querida: No quisiera ser cruel contigo. No te lo mereces. Pero me parece justo que seas la primera en saberlo: he decidido dejarte.
No ha sido una decisión fácil. Fuiste mía cuando no tenía nada que ofrecerte. Apenas mis sueños. Has sido mi compañera fiel durante más de 40 años...
Un desconocido me aborda en la calle. Quiere sugerirme un tema para Juventud Rebelde. Me asegura que es algo realmente humorístico. Y me cuenta:
No hace falta la apología extrema este 9 de mayo, 103 años después de haber despertado por primera vez en Media Luna, la tierra en la que haría después infinidad de travesuras. Pero es normal que las personas como ella, capaces de evaporar pantanos y salvar orquídeas, salten en cada evocación con el signo del halago.
En mis tiempos de estudiante de secundaria, la etapa de escuela al campo resultaba siempre uno de los incentivos más disfrutados del curso escolar. La razón era que, por primera vez, salíamos de casa y nos distanciábamos de la «tiranía» familiar. Se trataba de una oportunidad para probarnos, como adolescentes, cuán independientes podíamos ser, aunque a la hora de la verdad extrañáramos las comodidades hogareñas.
¿Cuál resulta la incógnita de dejar que se explaye el espectáculo del desespero, del dardo encendido y hasta la trifulca si de antemano sabemos lo que vendría de inmediato?
Lo que se ve desde la ventana de mi apartamento en La Habana no se parece a las imágenes que acostumbran dejar los conflictos bélicos. Aquí no se disparan misiles, ni hay soldados camuflados, ni armas. Tampoco pasan tanques blindados. La guerra no se manifiesta en recuentos de cadáveres y coches bomba, sino en el sobresalto de la cotidianidad: la fila para abastecer de gasolina ahora ocupa varios kilómetros y el agromercado de la esquina está cerrado porque no hay petróleo para traer los alimentos. Hay gente que lleva horas esperando por un poco de pan, el que dan por la libreta que regula los productos normados. Las medicinas escasean. El elevador de mi edificio sigue roto y el mecánico que lo arregla no llega porque el transporte público está infernal. Los apagones van y vienen.
CUANDO la modelo noruega Karoline Bjornelykke publicó un video en TikTok en el que exponía sus «métodos» para aparecer en spots de marcas de ropa de talla grande o extra, desató una vez más la eterna polémica sobre los estándares de belleza que siempre se han querido globalizar y la necesidad de una moda cada vez más inclusiva.
Lo vi justo después de que aquella señora, anciana y con unos bultos a cuesta, le pidiera un «chance» al chofer para bajarse en la céntrica esquina de 17 y G en el Vedado capitalino. Ahí debió estar desde hace ya algunas tardes, pues luce gastado y sucio, e intuyo, además, que ha sido observado por otros muchos pasajeros que como yo se preguntan si en estos tiempos duros se precisa de mensajes tan superfluos.
Nadie tiene pruebas absolutas de cómo hablaba Cervantes, porque en sus días no se había inventado una cosa tan arcaica ahora como la grabadora. De él, como de tantos, quedaron las palabras escritas, y estas, ya se sabe, suelen ser bien escogidas antes de llevarlas al papel.
Me resistí a creerlo hasta que vi el video, filmado por la propia maestra. Las niñas, colocadas una al lado de la otra, bailaban al ritmo reguetonero de El baile del toletón, en el aula donde cursan el segundo grado de la enseñanza primaria. Era 4 de abril, día de fiesta para los pioneros, y ahí estaban: divirtiéndose y coreando la canción.