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Las eternas huellas de un crimen

En un fragmento de Limones Cantero, en Trinidad, están grabados los últimos suspiros del brigadista alfabetizador Manuel Ascunce junto al campesino Pedro Lantigua, asesinados por bandas contrarrevolucionarias en su intento de destruir la naciente Revolución

Autor:

Lisandra Gómez Guerra

Hay marcas hijas del capricho o de esas cosas de la vida que no dejan olvidar porque se aferran con fuerza, con la misma del dolor que profesan. Se siente así, incluso pasados 63 años, cuando se detiene el paso frente al árbol testigo de uno de los crímenes más horrendos cometidos en el histórico Escambray.

Allí —en un fragmento de Limones Cantero, en Trinidad— están grabados los últimos suspiros de Manuel Ascunce, el Manolito de quienes le dieron abrigo a cambio de sus enseñanzas con la cartilla y bajo la luz del farol chino; y Pedro Lantigua, el guajiro nobletón que no dudó en darle la bienvenida a los números y letras, a pesar de las intensas jornadas del campo.

Ocurrió en una fría noche del 26 de noviembre de 1961, cuando la ira de un grupo de contrarrevolucionarios pagados por la CIA y el Gobierno norteamericano como vía para acabar con el proceso político social impulsado desde 1959 dio fin a ambas inocentes vidas. No fue producto de la
casualidad. El joven maestro con cuna en Sagua la Grande y residencia en La Habana y el campesino trinitario resultaron un pretexto, un escarmiento a los vecinos del lomerío del Escambray para evitar el apoyo a las milicias revolucionarias.

Basta con volver sobre lo ocurrido horas antes. La casa de María de la Viña y Lantigua se convierte en aula. Manolito enseña los primeros trazos a Pedro, el mayor de los siete hijos del matrimonio. Los perros ladran. En el patio se sienten voces.

Indagan por el padre de familia, el miliciano por convicción. Parecen conocidos, por lo menos visten —por lo que deja ver la luz de la chismosa— trajes de verde olivo. Eso obliga a bajar la guardia. Mas, bastaron unos segundos para percatarse del error.

Los hombres de Braulio Amador, Pedro González y Julio Emilio Carretero, de las más connotadas bandas de alzados que operaban en la zona, dejaron escapar sus furias. Golpes, amenazas con el resto de la familia. María de la Viña se vuelve escudo y grita que todos los de adentro de la casa son sus hijos. Pero Manuel firma su sentencia de muerte al espetarle en la cara a los bandidos: «¡Yo soy el maestro!».

Tiraron de ambos. Ofensas, golpes, patadas contra los cuerpos. Uno, dos…, 14 punzonazos. No basta con lo hecho. Buscan una soga y dejan las más horribles de las marcas: dos hombres pendidos de las ramas de un árbol encontrado en el camino.

Lo vio Rubén Zayas Montalbán, juez instructor del caso. Del horror que sintió dejó constancia en las sesiones de la Demanda de Indemnización contra Estados Unidos, según una publicación del periódico Escambray:

«Cuando llegamos al árbol, miré a Manuel: pelo negro, algo caído hacia la frente; los labios ennegrecidos, la lengua con un intenso color violáceo, con coágulos en sus bordes. Me llama la atención que no estuvieran sus globos oculares fuera de las órbitas, como sucede siempre en los ahorcados; ello me convenció que lo habían colgado casi muerto. Tenía también un profundo surco en el cuello, fractura del cartílago laríngeo, perceptible a la palpitación del forense.

«Examinados sus órganos genitales, se observan contusiones, indicativos de haber sido sometidos a compresión y distorsión. A su lado estaba Pedro Lantigua: cabellos castaños, algo rojizos; hombre fuerte, el rostro cubierto de manchas, todo rígido, muestras visibles de haber luchado contra sus asesinos y señales de haberlo arrastrado muchos hombres, golpes, un surco equitómico en el cuello».

No fue hasta 1968 que la génesis del crimen salió a la luz. Un vecino de la zona por donde surca el río Ay para fortalecer su trabajo con las bandas contrarrevolucionarias insinuó que era necesario sacar de su camino a Pedro Lantigua. Ser un convencido revolucionario se había convertido en más que una piedra para sus zapatos. El propio delator confesó.

Lo que quizá no imaginó ni el mismo día que se hizo justicia que los sucesos del 26 de noviembre de 1961 en Limones Cantero, Trinidad, duelen en la eternidad porque no se trata solo de la historia de Manolito y Lantigua.

Lo dejó escapar con su voz octogenaria Evelia Domenech ante un Tribunal a propósito de la Demanda del pueblo cubano al Gobierno de Estados Unidos por daños humanos: «He sido perjudicada por lo más grande que le puede pasar a una madre: la pérdida de su hijo (…). Se ensañaron con su cuerpo, un adolescente de 16 años. No soy yo sola, sino miles de madres con las garras del imperio clavadas en nuestras entrañas (…), no tienen perdón».

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