No hace falta la apología extrema este 9 de mayo, 103 años después de haber despertado por primera vez en Media Luna, la tierra en la que haría después infinidad de travesuras. Pero es normal que las personas como ella, capaces de evaporar pantanos y salvar orquídeas, salten en cada evocación con el signo del halago.
Seguramente por eso Celia Esther de los Desamparados Sánchez Manduley viene a recordarnos su apego a la ola y al helecho, su hermosa manía de recolectar papelitos que sirvieron para armar la historia de una gesta, su manera de convertirse en puente con los de abajo, a quienes ayudó tantas veces a zafarse de los tentáculos de la burocracia.
Siempre fue así, diferente y preocupada, atrevida y saltadora de líneas; desde que a los cuatro años se tragó un pomito que aceleró el corazón de todos los habitantes de la vieja casona de madera, un susto superado por la destreza médica de su padre, quien la hizo vomitar el recipiente; desde que, a los seis, pasó tres semanas con fiebre emotiva por el fallecimiento de la madre; desde que, junto a las hermanitas, pintorreteó un caballo y lo hizo galopar para asustar a los tomadores de un bar.
Varias escenas prueban que era distinta. Cuando un zepelín surcó el cielo de Media Luna todos los muchachos se aterrorizaron, mientras ella salió corriendo para capturarlo. Cuando las mujeres eran juzgadas en tono de chismorreo por salir de la casa, ella ponía la máxima velocidad a un carro-cuña en el que desandaba la ruralidad, o reía en el aire con las piruetas realizadas junto a un amigo aviador.
Se rebeló temprano porque no entendían su letra embrollada cuando estudiaba en Manzanillo, se entristeció al límite por el fracaso amoroso de la juventud, se molestó una vez tremendamente porque un liniero que la ayudaba a capturar su monita-mascota en los predios de Pilón le hizo heridas con sus pinchos trepadores a una palma.
Cómo olvidar que, junto a su padre y varios estudiantes habaneros, le puso alas a Martí hasta subirlo a la montaña más alta; o que quiso montarse en un corcel vencedor de oleajes, llegado desde México en 1956; o que en la clandestinidad escapó del peligro de los modos menos pensados: desde construirse una barriga de embarazada hasta lanzarse dentro de un tupido marabuzal, del que salió con unas cuantas espinas enterradas en la cabeza.
Primera en vestir traje verde olivo en las montañas, primera siendo luz y no sombra para el líder, creció en la nación entera por su forma recta de decir verdades, su vocación de madrina protectora, su amor por la nación.
Se hizo estrella en el cielo de Cuba no solo por haber sido diputada, integrante del Consejo de Estado, refugio de secretos complicados, merecedora del epíteto no siempre entendido de Heroína de la Sierra y del llano, sino también porque jamás le subió un humillo de arrogancia a la cabeza, ni se ahogó en el mar de tiempo que implicaban sus responsabilidades.
Pudo haberse creído cosas, como decimos hoy. Mas, andaba natural y sencilla por la tierra, como un ejemplo de lo que deberían hacer muchos en esta era, esos que se llenaron de engreimiento, olvidaron sus raíces, fingieron una pose o buscaron la lentejuela a toda costa.
Ella apenas pellizcaba la comida, temía a los ratones y fumaba sin parar, dormía muy poco, aspectos que la hacían más humana y creíble. Si este 9 de mayo, en la remembranza, llegamos a una conclusión incuestionable es que a Cuba le hacen falta más Celias, más seres que obren como ella, incapaz de endiosarse por un título o un puesto. Cuba requiere más criaturas como ella, que pongan la humildad en la cabecera de sus actos y sigan enamorándonos con los pétalos de su vida.