Me resistí a creerlo hasta que vi el video, filmado por la propia maestra. Las niñas, colocadas una al lado de la otra, bailaban al ritmo reguetonero de El baile del toletón, en el aula donde cursan el segundo grado de la enseñanza primaria. Era 4 de abril, día de fiesta para los pioneros, y ahí estaban: divirtiéndose y coreando la canción.
Comenté el suceso tras ver el video y otra persona me respondió, también horrorizada, que en la escuela primaria contigua a su casa (en otro municipio capitalino) escuchó canciones de ese género durante toda la jornada festiva. ¿Casualidad?
El fenómeno es conocido y abordado por los medios en disímiles espacios. Difícil nadar contra la corriente, me dicen. Si niñas y niños en sus hogares y barrios escuchan esa misma música, ¿qué problema tiene que la bailen y la canten en la escuela? Y me preocupa esa resignación porque, aunque uno y otro lugar deben mantener, idealmente, cierta sinergia en la enseñanza de valores, si no se logra de esa manera, al menos la institución docente no puede abandonar su rol formador.
Vuelvo al punto inicial. Ciertamente es la familia la primera escuela de un individuo, donde se sientan las bases de su personalidad y donde la educación encuentra su primer espacio de desarrollo. Pero cada centro de estudios debe velar no solo por la instrucción de sus alumnos, sino también por su formación, preparación y educación integral. ¿Acaso El baile del toletón es un buen ejemplo para ello?
Entonces, estas líneas pueden parecer condenatorias del género musical en cuestión o un llamado de atención sobre lo que sucede en las escuelas, cuando todo parece estar dentro de lo formalmente establecido. Y justamente aclaro que no es lo primero.
¿Usted desea escuchar reguetón? Hágalo. En su casa, en casa de amigos, en fiestas, en centros bailables… Donde usted prefiera, y con la letra que desee. Pero si va a musicalizar una ocasión especial y son menores de siete u ocho años sus protagonistas, ¿no podría tener a la mano otra propuesta?
Digamos, una selección musical que no necesariamente convoque al jolgorio de asumir atrevidos movimientos de caderas, o vaivenes de «perreo» contra la pared, o inclinaciones pélvicas osadas... Composiciones que no lleven a memorizar líricas agresivas, textos con claras alegorías al sexo y vocablos que luego, de tan pegajosos, se queden arraigados en el vocabulario habitual de estos infantes.
No es la escuela, considero, el escenario para «acompañar» esas preferencias, aunque sean reclamadas por los mismos muchachos. Cada cosa tiene su lugar y, aunque sea día de fiesta, el principio básico rector de la institución no desaparece. Y cabe imaginarse, además, niños que tienen en su casa otro tipo de enseñanzas, y llegan con estos aprendizajes no formalizados, y allá van los padres a cargarle las culpas a maestros y directores, con razón.
No pido eliminar la música de las escuelas. Pido sensatez, sentido común, coherencia entre el propósito de festejar y el de educar, fácilmente compatibles sin «toletoneos» de dudoso valor.