Husmeo sus pasos en las vetustas casas de la calle Gerardo Medina, a la que todos aún se empeñan en denominar Vélez Caviedes. La escudriño en el viejo camino de Los Marañones, y en las márgenes del río Guamá, porque Pinar del Río se resiste al tiempo y la desmemoria.
El mango lleva impreso en su genealogía el rótulo de fruta plebeya. Y no es por su casta promiscua y humilde, sino por la abundancia con que la naturaleza se lo ofrece a sus criaturas. «¡Llega, tiempo de mango!», clamaban en otros tiempos los estómagos vacíos, ansiosos por darse un atracón con aquel virtual maná regalado por la Providencia.
Con sendos discursos de Joe Biden y Barack Obama fue clausurada la Convención Nacional del Partido Demócrata de Estados Unidos y como la semana antepasada se celebró la del Partido Republicano, de ahora en adelante es que empieza la rebatiña política por ocupar la presidencia del país.
Dicen que los extremos siempre son malos. También que somos propensos a ir de lo sublime a lo ridículo, a virar la tortilla, a tirar el sofá por la ventana, o que si bien unas veces no llegamos, las otras nos pasamos. Y ese «sambenito» no creo que tenga fin.
Simón Bolívar, El Libertador, medía un metro con 65 centímetros, tenía pies y manos muy pequeños y posiblemente hablaba con la cadencia de los habitantes de islas Canarias y el dialecto culto de los residentes en la ciudad de Madrid.
Cuando se acerca septiembre, el paisaje urbano se modifica. Después del adormecimiento vacacional, la muchachada anima las calles con el colorido de los uniformes. Algunos jóvenes se estrenan en la universidad, donde habrán de esbozar proyectos de futuro. En esos días percibo con mayor agudeza la nostalgia del aula. Siempre me tentó la vocación del magisterio, pero nunca estudié pedagogía. Aprendí el oficio sobre la marcha y, sobre todo, valiéndome de las vivencias personales, imitando a mis mejores profesores y descartando comportamientos que me parecían inadecuados.
Tengo enraizada para siempre la certeza de que nada tiene mayor autoridad y poder de convocatoria que los sentimientos. De ellos depende, como alguien dijo, la suerte del mundo. No olvidaré, por ejemplo, uno de los carteles más hermosos y aleccionadores que he visto en toda mi vida: «La Revolución nace en el corazón». Eso significa que todo cuanto hagamos, incluso aquello que más serio y solemne parezca, jamás será —si de hacerlo de veras se trata— algo abstracto que no haya pasado antes por una conversación cálida, por una conexión personal que dejó huellas y se convirtió en rampa de lanzamiento para lo que definitivamente une: la creación.
Un día la utilizaron para luchar contra los soviéticos en Afganistán. Eran tiempos de la Guerra Fría. Luego, con el derrumbe del campo socialista en Europa del Este, Estados Unidos se quedó sin el enemigo que justificara su desmedido belicismo de Imperio global. Entonces Al-Qaeda, su colaborador, se convirtió en el objetivo a rastrear por todo el mundo. Habían derribado las Torres Gemelas, y eso era una amenaza a la seguridad nacional, dijeron en Washington. Todo fue un montaje.
Crisis económicas, conflictos armados, catástrofes medioambientales, la búsqueda de nuevas oportunidades, reunificación familiar, la venta de quimeras incumplidas… Cualquiera podría ser la causa general de la migración, un fenómeno de escala mundial que hoy, según cifras de Naciones Unidas, asciende a 214 millones de personas en el mundo.
Desde hace un tiempo, sobre todo después de las recientes lluvias y las condiciones creadas por las elevadas temperaturas y cierto deterioro de la higiene en algunos lugares, se demanda de la población mayor apoyo para erradicar la proliferación del mosquito Aedes aegypti: el vector más importante en la transmisión de la fiebre amarilla y el dengue en la región de las Américas.