Dicen que los extremos siempre son malos. También que somos propensos a ir de lo sublime a lo ridículo, a virar la tortilla, a tirar el sofá por la ventana, o que si bien unas veces no llegamos, las otras nos pasamos. Y ese «sambenito» no creo que tenga fin.
Terminamos una semana —o empezamos según otras definiciones— con algunos desenlaces deportivos que nos dicen, entre otras cosas, que seguimos transitando de un lado a otro con resultados dolorosos.
Lejos, en la capital peruana, una escuadra femenina cubana de voleibol enrolada en la Copa Panamericana para menores de 23 años, nos demostró una vez más la triste realidad. Quienes ayer «sufrían» cada vez que enfrentaban a cualquiera de nuestros elencos femeninos de esta disciplina —entiéndase México, República Dominicana, Argentina o Perú— hoy castigan, y muy duro, cada uno de sus errores.
Tal vez resulte más o menos entendible —aunque no justificable—, que a nivel mayor las cosas no marchen todo lo bien que esperamos. En definitiva, es el precio a pagar por algunas transiciones «traumáticas», deficiencias y caprichos.
Pero más asusta que, la base sobre la cual se supone se deba reconstruir un prestigio merecidamente ganado, se muestre tan endeble en medio de un entorno antes apacible. No hay futuro sin presente, y el que estamos viviendo se encuentra precisamente ahora en el lado menos deseado.
A su vez, en casa nos jugamos la última bala en la eliminatoria mundialista de fútbol, y esta fue a parar muy lejos del blanco. Y no me refiero con esto al hecho de haber encajado una nueva derrota, porque a fin de cuentas era el resultado más lógico frente a un elenco de mucho más nivel y experiencia como el hondureño.
Cierto es que, al menos en los tres primeros partidos de la nueva aventura futbolística, no se vivieron las escandalosas goleadas sufridas no hace mucho frente a rivales de mayor alcurnia.
Pero también es una verdad del tamaño de un templo que la selección, más pendiente de no fallar en el fondo, se muestra totalmente incapaz, ya no solo de perforar la portería «enemiga», sino de presionar más de dos veces a la zaga rival.
Sin embargo, más preocupa que resultados como estos terminen sumiendo en la apatía y el desdén a aquellos que seguimos pensando que, en algún momento, la historia regrese a aquel punto cada vez más lejano que identifica nuestra primera y única incursión mundialista.
Entiendo a aquellos que, cansados de esperar un despegue tantas veces pronosticado como infructuoso, aboguen por olvidarnos de la utopía, redirigiendo esfuerzos y recursos hacia otros deportes con resultados más «rentables».
Pero me solidarizo totalmente con quienes siguen, contra viento y marea, apostando por la resurrección de este apasionante deporte, con aquellos que están dispuestos a sobreponerse a las goleadas, enfrentar los prejuicios, y trabajar por un sueño. Ese es, y siempre será, mi extremo.