Un automóvil va en picada por la pendiente. Mientras los pasajeros emiten alaridos de terror, el chofer llama a la calma: «No hay problemas, todo está OK». Aunque ha accionado varias veces el freno y este no responde, «todo está OK».
Mientras los trabajadores de cualquier mina analizaban, quizá, cuál sería la próxima manifestación, el sátrapa fallecía en la tranquilidad de un hospital por las secuelas de un reportado infarto que, en principio, no todos creyeron real, sino otra estratagema para convencer que, de nuevo, Pinochet debía ser «exonerado».
En la primavera de 2003 entrevisté a Rafael Anglada, el abogado puertorriqueño del equipo de la defensa de los Cinco, que recién llegaba de una gira maratónica que lo llevó de un extremo a otro de los Estados Unidos. En seis días siguió un itinerario en zigzag de South Carolina a Texas, de ahí a Wisconsin y luego a California, para terminar en Colorado. Basta mirar un momento el mapa de ese país para darse cuenta de que es una trayectoria de vértigo, que debió ser aún más estresante en pleno zafarrancho de guerra. La razón de la premura del abogado era verificar el estado físico y anímico de nuestros compañeros, que acababan de pasar, nuevamente, la horrorosa experiencia del «hueco» —el encarcelamiento en celdas de castigo donde jamás se ve la luz del sol y donde se despoja al reo de todas sus pertenencias y se le impide el contacto con seres de rasgos incuestionablemente humanos.
Hay lastres peores que un nombre estrambótico impuesto por nuestros padres. Nacen de la ternura o de la crueldad, y pueden perseguirnos como sombras, sin que nada pueda salvarnos de su persistente compañía: son los alias, esa especie de caprichoso sambenito que a algunos les pone la vida.
El próximo martes, 12 de diciembre, se cumplirán cinco años desde que la jueza Joan Lenard dictara la primera sentencia en el caso de los Cinco, contra Gerardo Hernández Nordelo, luego lo haría al día siguiente contra Ramón, el 14 de diciembre contra René, el 18 contra Fernando y, finalmente, el jueves 27 de diciembre de 2001 contra Tony, cerrando con ello el proceso en la Corte Federal del Distrito de Miami Dade.
Son estas las preguntas que se haría cualquier lector que siga literalmente los despachos de las agencias de prensa sobre la actualidad del Líbano, el pequeño país del Medio Oriente, sometido en el verano pasado a la saña de los bombardeos israelíes.
Desde el balcón del Palacio de Miraflores, celebrando la contundente victoria electoral, Hugo Chávez Frías proclamó que los que habían votado por él lo habían hecho por el socialismo. También Chávez ha señalado la necesidad de avanzar hacia el socialismo del siglo XXI, un socialismo autóctono fundado en las realidades de nuestro tiempo y de nuestros pueblos. Va quedando atrás, para siempre, el «socialismo» del siglo XX europeo, aquel vencido «socialismo real» que no lo fue porque, precisamente, no fue socialismo. Recojamos las enseñanzas que de ello se derivan.
En esta columna hace falta habitualmente una palanca para impulsar el tema: una duda, una pregunta, una carta... Hoy un refrán llega en mi ayuda. Y no es desdeñable ese apoyo, porque los refranes componen el envase popular del conocimiento sobre las relaciones humanas. Son como cápsulas de sabiduría, o experiencia encapsulada. Bueno, hasta aquí lo sabido. El refrán que elijo afirma que «el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones». O de buenos esfuerzos, sugeriría yo.
El 28 Festival de Cine de La Habana arrancó con buen pie. Si un termómetro es infalible para medir estas jornadas, ese es el público, el cual ha colmado las salas de la capital desde horas tempranas de la mañana, y se ha atrincherado frente a no pocos estrenos hasta bien entrada la noche.
Hambrientas, asustadas y desamparadas, las jóvenes mujeres venden sus cuerpos a cambio de comida y abrigo. Faela tiene 13 años de edad; Joseph menos de seis meses. Sentada en el piso polvoriento de un campo para refugiados internos, acuna a Joseph en sus brazos, y habla sobre cómo se asegura el alimento para ella y su hijo. «Si voy a ver los soldados de noche y duermo con ellos, algunas veces me dan comida, tal vez una banana o una torta», dice. «Tengo que hacerlo con ellos porque no hay nadie que nos cuide».