El 28 Festival de Cine de La Habana arrancó con buen pie. Si un termómetro es infalible para medir estas jornadas, ese es el público, el cual ha colmado las salas de la capital desde horas tempranas de la mañana, y se ha atrincherado frente a no pocos estrenos hasta bien entrada la noche.
Es grato observar cómo las producciones regionales emplazan a multitudes, en un evento que se caracteriza por la pluralidad de puntos de vista y de ascendencias culturales. Argentina sigue siendo, a mi juicio, el país más señalado cuando de decidirse por un filme u otro se trata. Tres títulos procedentes de esa nación he apreciado hasta el momento.
Tiempo de valientes, del realizador Damián Szifrón, propone las andanzas «detectivescas» de un psicoanalista y un policía, cuya relación emerge de modo circunstancial, cuando al primero le es encomendada la tarea de atender al segundo por depresión, a causa de la infidelidad de su mujer. Juntos vivirán una historia tan rápida como sorprendente, llena de situaciones extremas que los irá uniendo hasta el mismo final de la película.
Lo interesante de la cinta radica, además de su excelente factura y el hábil recorrido de su escritura, en la labor de los actores Diego Peretti y Luis Luque. Ambos logran un ajuste impecable entre sí, apoyado por una dirección que gusta de las pausas en los diálogos y el casi nulo movimiento. Es cierto que el personaje del psicoanalista está mejor perfilado que el del policía; e incluso, es posible que el espectador advierta algún tipo de transferencia de caracteres que no llega a concretarse del todo, pues la historia recurva hacia otros intereses, pero en resumidas cuentas el filme se disfruta de cabo a rabo, sobre todo por el tono satírico que ostenta, adecuadamente trabajado.
Sofacama, de Ulises Rosell, es otra propuesta que se vale mucho de las interpretaciones. Pero a diferencia de la anterior, no creo que logre atrapar a mucho público. Sin ánimo de forzar conceptos, la película de Rosell se inscribe en esa tendencia del cine argentino actual (La ciénaga, Ana y los otros), donde lo fundamental no es la anécdota en sí, sino la metamorfosis de los sentimientos en una escala narrativa muy baja.
Más allá de las virtudes de Cecilia Roth, Sofacama se resiente por su metraje. Demasiado extendido y, por tanto, poco conciso en lo que toca al conflicto que revela. No es que se quiera una coronación trágica, pero todo visto así, es presumible que unos cuantos cinéfilos, apenas trascurridos los primeros veinte minutos, ya predigan el final.
Fotograma de Lifting de corazón, del argentino Eliseo Subiela. Por su parte, Lifting de corazón, del siempre atendible Eliseo Subiela, nos trae el efecto contrario. En esta ocasión, el intríngulis del drama que sofoca a su protagonista —un cirujano plástico que luego de años de matrimonio siente la vuelta del amor en brazos de otra mujer— está debidamente desplegado, en tanto que no lo afecta solo a él. Aquí nos encontramos con un Subiela muy discreto, pero paradójicamente más equilibrado; porque si bien deja escapar algunas altisonancias en lo que respecta a la música y los bocadillos —del tipo: «Tengo los senos tristes»—, que lo mantienen atado a productos suyos anteriores, ese «alzamiento» de la pasión que atormenta a este médico recorre un camino mucho más sobrio, más contenido.
Tanto Pep Munné como María Barranco, los españoles convocados por Subiela, cumplen satisfactoriamente con sus roles. Él, como el marido que decide regresar a Madrid, a su hogar, aunque no olvide nunca las noches de Buenos Aires; ella, como la mujer que lo adora, incluso a sabiendas de que ya nada será igual. En un registro más bajo se presenta la actriz argentina Moro Anghileri, quien no puede del todo con su personaje, solitario y confundido. No obstante, el resultado es loable: el triángulo está bien trazado y sobre este revolotea lo difícil del amor. La secuencia final es un ejemplo de madurez, que no pocos detractores de Subiela agradecerán.
Por último, apartémonos momentáneamente de Argentina. Subamos un tanto al norte y lleguemos a Haití, donde tiene lugar una hermosa historia de deseos y carencias afectivas. Tal es lo que nos cuenta la cinta franco-canadiense Hacia el sur, al ilustrar los amoríos de unas turistas norteamericanas en el Caribe.
Valiéndose de una narración a ratos polifónica y decididamente distanciada, el realizador Laurent Cantet indaga en las relaciones que sostienen dos mujeres que rebasan los cincuenta con un joven negro, Legba, el cual sirve a cada una en diferentes grados de compromiso. Una, interpretada soberbiamente por Charlotte Rampling, lo aprecia como un dios descolocado, fuera de contexto, y espera de él tan solo placer; la otra, muy bien llevada por Karen Young, reclama al muchacho mucho más que sexo. A partir de ese argumento, se teje entonces una atmósfera de paraíso marchito, corrupto e hipócrita, que se cuela con sutileza por entre las paredes de este drama intercultural, para terminar socavándolas.
El filme no descubre nada nuevo. Sin embargo, el tratamiento del momento histórico —principio de los ochenta, bajo Duvalier— encuentra en los rostros de esas dos mujeres, procedentes de un mundo con otras privaciones, oportunos modelos de la angustia que entronca al Norte con el Sur.