Hay que ser «objetivos», proclaman algunos, en el intento de que arriemos las velas de nuestros sueños, tal vez para elevar las de sus privilegios. Y esa sería la peor profanación al Che Guevara, a 50 años de su cobarde asesinato y a 20 de la llegada de sus restos y los de sus compañeros a Santa Clara.
Aunque el momento persuada de suficiente sentido práctico —diríase que hasta sus dosis de pragmatismo— no deja de asustar el desenfreno de cierto materialismo pedestre u «objetivismo desenfrenado»; como si reflotara entre nosotros otra derivación del «realismo socialista», amparada en las carencias y las dificultades materiales.
Y en la delicada frontera entre la «objetividad» y los sueños puede estar decidiéndose el «ser» revolucionario. Porque a estas alturas es posible presagiar que una revolución perece cuando el romanticismo la abandona: «Seamos realistas, soñemos lo imposible».
Cuba no hubiera tenido un Primero de Enero si Fidel y la Generación martiana que lo secundó no hubiesen saltado por sobre el marxismo de manuales y adocenamientos que desaconsejaba la Revolución. Tampoco sobreviviría, de haberse dejado dominar por el desgano tras la caída de los modelos socialistas soviético y este europeo, una situación solo superable con idealismo martiano: Lo imposible es posible. Los locos somos cuerdos.
Los ideólogos del «no se puede» y de «esperar el momento» no hubiesen tomado nunca el Palacio de Invierno, ni la Bastilla; ni se hubiesen lanzado a galope sobre las balas en Dos Ríos, y nos hubieran dejado para siempre sin apóstoles…
La voluntad y energía transformadora no deben cercarse entre preconcepciones y dogmas, porque lo cierto es que una simple chispa en el fondo de un alma apasionada puede desatar fuegos arrasadores, cuando interpreta ansias aplastadas o dormidas.
Por ello, como dije hace años en este diario, aunque alguien pueda acusarme de herejía, siento que las trágicas muertes de Cristo y del Che señalan una misma profecía. Estos dos seres están unidos por un mismo halo romántico.
Ambos nos alertan, desde sus altares redentores, sobre la imposibilidad del paraíso de la justicia y la equidad humanas si el hombre convierte el escepticismo en religión, y si no desencadena sus sueños hasta alturas celestiales.
Sus finales se me antojan idénticos en el «calvario» y sobrecogedores por su trascendencia, pese a que hubiera querido detener las postreras escenas y transformar esos destinos.
Hasta el rostro de estos íconos se me confunde a veces. Quién Che, quién Cristo. He llegado a creer que la casualidad «providencial» quiso que en el semblante del Guerrillero se materializara la tan discutida imagen de Jesús: si alguien dudaba de que El Nazareno había tenido cuerpo, lo alcanzaba en La Higuera.
Creo que el mundo no ha conocido otros ídolos superiores a su alcance, ni con tal disposición al martirio con idéntico fin: la salvación humana. Aunque uno llame a la purificación del pecado y el otro a la creación de un hombre nuevo.
¿Acaso no es romántico asumir que puede salvarse al hombre de la muerte, purificándolo con la propia sobre la cruz? ¿O entregar la vida en la «aventura» de librarlo de la cruz de la injusticia?
Del milagroso poder de esos actos dan fe también hechos reveladores, como que por estos días cientos de personas del planeta se encuentren en un campamento internacional en Vallegrande, en una Bolivia presidida ahora por las ideas Guevarianas.
Evo Morales ha saboreado la divinidad de estos prodigios. Así lo refería en junio de 2008, a propósito de la presentación de un libro que resume una visita histórica de Fidel al corazón de América Latina, y que fuera presentado entonces en el Palacio de Convenciones habanero.
El viaje del líder cubano resumido en el texto fue el centro de acontecimientos sumamente simbólicos. De esos que, mirados románticamente, casi pueden considerarse extraordinarios: 26 años después de la muerte del Che, el pueblo boliviano acogió a Fidel como su héroe; y 13 años más tarde el líder sindical indígena del departamento de Santa Cruz, que siguió ansioso en la distancia la visita, se había convertido en el primer presidente boliviano de su raza. Tres años más tarde le escribía a Fidel para recordarle los increíbles saltos que las pasiones y las enterezas le regalan a la historia.
Pero esto solo puede ocurrir si vencemos, con los arrestos y los sueños, a la inercia y la desidia; si no abandonamos a nuestros héroes en el calvario mientras Cuba o la humanidad esperan su romántico milagro.