Desde las dimensiones de la infancia un hombre o una mujer de 30 años lucían, a mis ojos, demasiado viejos. Pero habiendo traspasado ese número con la experiencia de mi propia vida, reparo en que tres décadas resulta poco; y en que, mientras avanzamos en el tiempo, aunque vamos cambiando físicamente, nos mantenemos con una edad interior que posiblemente no rebase los ensueños de la adolescencia tardía.
Cuando se piensa en tales ideas, una empieza a preguntarse cómo será llegar a la vejez, comienza a meditar en la vulnerabilidad de una etapa que ya no resulta tan lejana, y hasta evoca a ciertos ancianos que alguna vez nos dijeron: «Como te veo, igual fui; como me ves, te verás…».
Un mínimo de sensibilidad nos obliga a pensar en la tercera edad y cuánto dice de un país que en él las generaciones «mayores» sean respetadas. Particularmente en Cuba, donde el envejecimiento poblacional es una realidad que está como quien dice en nuestras narices, detenerse a meditar en cómo tratamos a los abuelos es, de ningún modo, tema que sobre.
Por eso tienen gran valor ciertas líneas escritas a un amigo —que las extendió a mí— por Antonio J. Martínez Fuentes, presidente de la Cátedra de Antropología Luis Montané, de la Universidad de La Habana, a propósito del 15 de junio, declarado por la Asamblea General de las Naciones Unidas como Día Mundial de Toma de Conciencia de Abuso y Maltrato en la Vejez.
El también Presidente de la Sociedad Cubana de Antropología Biológica subraya que diversas publicaciones presentan de forma inequívoca las formas de manifestarse el maltrato en la vejez: el abuso físico se evidencia cuando la persona es víctima de empujones, de quemaduras con cigarrillos o líquidos, de golpes, de heridas, cuando se le fuerza a comer o tomar algo, o se le coloca en una posición incorrecta, cuando sufre sacudidas, o si se le amarra o sujeta, si se le tira o derrama agua o comida encima, si se le pellizca y también si es objeto de abuso sexual.
El abuso psicológico o emocional se manifiesta cuando están presentes amenazas de abandono o de acusación, el acoso, la intimidación con gestos o palabras, y la infantilización, así como también la limitación de sus derechos (de privacidad, de decisión, de información médica, de voto, de recibir correspondencia o de comunicarse con quien quiera).
El antropólogo menciona otros tipos de maltrato como el chantaje financiero (entre otros modos, coerción para firmar documentos legales como testamentos y propiedades). Estas manifestaciones de atropello contra las personas mayores constituyen un problema social en el mundo, que afecta la salud y los derechos humanos de millones de hombres y mujeres.
Finalmente, yendo del escenario global a un «punto» de nuestra Isla, el especialista refiere que en un estudio realizado a una muestra de 101 ancianos del municipio capitalino de Playa, se detectaron 41 casos de maltrato en sus distintos perfiles, y el abuso más frecuente resultó ser el económico-financiero, seguido del psicológico, la negligencia o la desatención, y por último, el maltrato físico.
La arista del maltrato económico-financiero también tiene que ver con cómo, cuando en ciertos hogares quienes durante muchos años sostuvieron a la familia desde lo material, llegan al momento de merecer descanso, protección y gratitud y, en cambio, se dan de bruces con la soledad, la sensación de que molestan y hasta el desprecio. Algunos abuelos, cuando dejan de «aportar», son tratados como si hubiesen perdido valor. Es como si contra ellos se cometiera el pecado de la desmemoria, de no devolverles lo que tan amorosamente dieron.
La sociedad debe alistarse de inmediato para tratar con altura a esos seres que cada vez se parecen más por su fragilidad a los niños: los hogares no deben ser sus torturas sino sus remansos, y las instituciones, especialmente las que deben prestar servicios, deben concebir sus existencias no sin antes pensar en espacios cómodos para los «mayores», incluso en asesores que puedan acudir prestos en auxilio de cualquier ayuda.
Aceras maltrechas, salones de espera sin asientos, cajeros automáticos lejanos o permanentemente rotos, ómnibus con solo unos asientos obligados a la «cortesía», barreras arquitectónicas por doquier, niegan la fórmula para hacer llevadera la vida a quienes han acumulado más experiencia. Ni hablar, en el ámbito de la conducta, del apuro, la subestimación de un saber cernido en años, el silencio por respuesta o el olvido…
Ante mí, leyendo la reflexión del antropólogo Martínez Fuentes, se dibujó la imagen de una anciana que hace no mucho me salió al paso y me preguntó, cándida como una niña, cuánto valía una moneda que llevaba entre sus manos. La miré y me vi. Le di la respuesta que necesitaba y deseé mucho que nadie se atreviera a engañarla en su trayecto. Ese es el gran desafío que se nos va prefigurando en un país que dejaría mucho que desear si no sabe reverenciar la delicadeza y la sabiduría de sus padres y abuelos.