Líderes de la Guerra de Independencia en Cuba. Autor: LAZ Publicado: 10/04/2025 | 09:52 pm
Era una noche de espantos. Una noche de suicidas. Llovía y las ráfagas de viento hacían que el bote se meciera a su antojo. La luna se divisaba de color rojizo en medio de las nubes. Ensopado, Máximo Gómez llevaba el timón y trataba de conducir a como pudiera. Por un momento se fijó en él. Iba por el lado de proa. «Rema muy mal, a la desesperada», se dijo. Después recordó: «La obscuridad es profunda y el chubasco arrecia. Hemos perdido el rumbo y no podemos divisar bien la tierra». Eran casi las diez de la noche del 11 de abril de 1895.
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El 24 de febrero de 1895 la Revolución estalló en Cuba. Dos días antes, en Manzanillo, el general Bartolomé Masó recibió un telegrama: «Diga director Liberal publique día 24 artículo recomendado». Y firmaba: «Martínez». Era la señal, porque detrás del apellido se escondía Juan Gualberto Gómez, el representante de José Martí en Cuba. Masó se dirigió a su finca La Jagüita y allí se alzó en armas, en una rebelión que enseguida se extendió por todo Oriente.
En Madrid, Arsenio Martínez Campos se debatía en la duda. Apenas se conoció el estallido, el gobierno español lo nombró capitán general de Cuba. Se pensaba que el Pacificador, como lo llamaban después del Pacto del Zanjón, podía traer la paz a la Isla; pero el general español tenía sus reservas.
Después de 1868 había repetido sin cesar una idea: se debía impedir por todos los medios posibles que los cubanos volvieran a la guerra, porque esta vez sí podían ganar. Pero el militar no era el único pesimista. En Madrid, en pleno destierro, el general Calixto García Íñiguez apenas podía respirar. Sufría una segunda neumonía, pero lo que más inquietaba eran las noticias desde Cuba.
El alzamiento había prendido en Oriente; sin embargo, en Camagüey no se había levantado completo; en Las Villas operaban unas partidas aisladas y en Occidente casi todo había fracasado.
«Las noticias de nuestra pobre patria no son agradables —escribió Calixto García—. El movimiento que con tanto empuje empezó, empieza a flaquear sin duda, a la falta de jefes allí y se está repitiendo lo que me pasó a mí en el 79. (...), para triunfar, hay que luchar en los pueblos y no en los bosques, porque una revolución que no avanza, retrocede (...). Si Gómez no desembarca pronto, empezarán a ofrecer indultos y antes de mucho el movimiento habrá acabado».
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El espionaje español había infiltrado el movimiento independentista y parecía conocer, incluso, las claves de los mensajes. Solo así se podía explicar la detención de tantos conspiradores en Occidente. En el extranjero a los principales jefes los tenían bajo vigilancia secreta, y él lo sabía. En medio de las tensiones por un atentado o un arresto, supo de la noticia del alzamiento. Dos días después escribió: «Lo hemos hecho, y aún me parece un sueño». Pero a esa hora tenía una preocupación inmensa. ¿Cómo llegar a Cuba?
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Parecía una burla que al final terminaran ahogados en el mar. Desde el 30 de enero, cuando salió de Nueva York, apenas había podido dormir dos o tres noches seguidas en un lugar. En casi todas partes debía andar con nombres falsos y, cuando todo parecía solucionarse, al final aparecía un obstáculo terrible.
Marzo había sido un mes de agonías. En Montecristi se trató de reclutar un barco por
3 000 pesos, pero los marineros se negaron a partir. Compraron una goleta a un capitán, John Bastian, quien los condujo el 2 de abril a la isla de Gran Inagua. El día 3, al amanecer, un oficial del puerto inspeccionó la embarcación e intentó ocupar los revólveres. Tuvieron que pagar el derecho por portar armas personales, aunque lo peor llegó después. Bastian no quería continuar viaje, intentó quedarse con el dinero y junto con él, dos de los tres marineros. Solo el cocinero, David Caley, se mantuvo firme.
Los salvó el señor M. B. Barbes, cónsul de Haití en la Isla, quien el 4 de abril emitió pasaportes con nombres falsos, no sin antes presentarlos
ante Thomas Löwe, capitán del carguero alemán Nordstrand y simpatizante de la causa independentista. Al principio, Löwe dudó en llevarlos; pero cuando los viajeros revelaron su identidad aceptó dejarlos cerca de la Punta de Maisí, en la costa de Guantánamo.
El 5, el Nordstrand zarpó a Cabo Haitiano. El 6, desembarcaron y tuvieron que esconderse en viviendas separadas. Iban él, Gómez, César Salas, Francisco Borrero y el dominicano Marcos del Rosario. El 9, volvieron al barco. El 10, a las dos de la tarde, el carguero levó anclas. En plena mar conocieron que un buque de guerra inglés andaba en su búsqueda. En horas de la madrugada del 11 de abril, atracaron en Mathew Town, la capital de Gran Inagua.
El cónsul Barbes confirmó que los buscaban. Compraron un bote con el mayor sigilo, pero los presagios eran mayores. El cónsul norteamericano avisó de su presencia y las autoridades inglesas despacharon al cañonero Partridge
para capturarlos. Con toda urgencia, a las 10: 00 a.m. el Nordstrand arrancó máquinas y ya de noche, bajo un inmenso aguacero, se detuvo frente a la costa sur de Cuba.
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«Son las ocho de la noche —escribió Gómez—, nos encontramos a tres millas de la costa sur de Cuba, no muy lejos del puerto de Guantánamo. La obscuridad es tal que el mar parece un negro manto funerario donde nos debemos envolver para siempre. Ni una estrella alumbra el firmamento. El vapor se detiene un momento y rápidamente se descuelga un bote, se carga de armas y pertrechos y caen dentro de él seis hombres; que cualquier diría que eran seis locos. Se va en el acto el vapor y quedamos desamparados, envueltos en aquella pavura atroz. Ninguno de los seis somos marinos, y con todo, echamos manos a los remos. Yo he agarrado el timón que apenas lo entiendo que al fin se zafa y se pierde».
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«Ya tú ves este mar —dice Fidel, en 1976, en entrevista con el documentalista cubano Santiago Álvarez—. Cuando uno piensa lo que significó el
desembarco por aquí, por Playitas. Me pregunto cómo pudieron encontrar esta playita.
Martí dice que rumbaron mal. De puro milagro encontraron un rinconcito tan pequeño como este, que apenas tiene 80 metros para desembarcar. Más allá hay una playita mayor, pero después no se encuentran playas por estos lugares.
«Y me imagino lo que tiene que haber sido para Gómez y para Martí, y para los demás expedicionarios, pero especialmente para Martí. ¿Cómo habría sido esos momentos? ¿De dónde sacó fuerzas para realizar una proeza semejante? Remar, desembarcar, cargar con su mochila, con su fusil, con sus cien balas. Caminar de noche por esos lugares donde nosotros, con mucho trabajo, hemos llegado de día.
«Avanzar por todas esas montañas, en aquellas condiciones, es algo realmente increíble; pero él mismo decía que, precisamente, de esas situaciones, de esa felicidad que el hombre encuentra cuando está realizando una tarea de esa naturaleza, es que se saca fuerzas y él sacó fuerzas. Y nunca se vio, en todo el Diario de Martí, jamás se ve una queja; sino todo era optimismo, todo era entusiasmo, todo era orgullo. Él decía que él había dejado las cadenas que lo habían acompañado durante toda su vida en la lucha por la independencia de Cuba. Y este lugar..., este es un lugar sagrado».
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Fue el último en saltar del bote. Se había quedado sacando el agua. El día anterior, a bordo del Nordstrand, había escrito a la familia Mantilla-Miyares: «El riesgo común nos ha unido bien, y —por ahora— he dejado de sufrir». Cinco días después hacía la otra confesión, la causa del porqué remaba mal: «Ya se me secan las ampollas del remo con que halé a tierra el bote que nos trajo». Después hablaría de montes encrespados, de lagartos que cantaban y reconocía: «Solo la luz es comparable a mi felicidad».
Y a María Mantilla, la niña que había educado, le dijo: «Voy bien cargado (...) con mi rifle al hombro (...) y a la espalda mi mochila, con sus dos arrobas de medicina y ropa y hamaca y frazada y libros, y al pecho tu retrato».