Era como un cometa que, de tanta luz, hipnotizaba. Cuando enseñaba su número 17 un extraño escalofrío de duda recorría las venas de los bateadores y un murmullo se esparcía entre la muchedumbre expectante. Y un abanico de aplausos comenzaba a ventilar todas las gradas.
Los que lo vieron tan siquiera una vez encaramado en el box, volcánico y ardiente, no han podido apagar todavía aquellos movimientos del Cobrero, quien jamás fue de El Cobre, de Santiago, sino de la finca El Aguacate, cercana a Canabacoa, allá en las «sayas» de la maestra Sierra.
No han podido desprendérselo de la memoria porque Manuel Alarcón Reina era, acaso, el serpentinero más espectacular y dado a la polémica en aquella época novelesca de la pelota cubana, el mismo que en la campaña 1967-1968 propinó 200 ponches a sus rivales y alcanzó 17 victorias en una serie de 99 partidos.
No lo han olvidado por su determinación y su flema, esas dos gotas que tanto necesitan en el presente otros lanzadores con aparente clase.
Y porque ese guajiro fue capaz, antes de encaramarse a la lomita hirviente del Latinoamericano, de mandar a cerrar la trocha santiaguera y a salir la comparsa de El Cocuyé, convencido de que su brazo derrotaría a los estelares Industriales y le daría el primer título a Oriente aquel domingo de marzo de 1967.
Contaba apenas con 27 años cuando tuvo que irse de los diamantes, convertido en diamante y, más que todo, en leyenda, a pesar de la suspensión disciplinaria que lo hizo entrenar más y mejor... y volver de nuevo al equipo de las cuatro letras.
Una hernia discal lo obligó a la despedida, a explorar otros mundos en los que jamás brilló. Fue, entre tragos dilatados, cantante de cabaré y anónimo individuo que recorría las calles de Bayamo, ante incrédulos que se resistían a admitir que aquel intérprete sin voz era el que había sido, desde el montículo, voz de un equipo y hasta de una nación entera.
Pero tal vez el capítulo más estremecedor de la vida de Manuel Alarcón estuvo ligado a su partida definitiva, el 29 de mayo de 1998, con apenas 57 primaveras y con todas las posibilidades de haberse convertido en consejero de lanzadores.
Ahora que lo evoco, 14 mayos después, en medio de esta efervescencia beisbolera, miro el estadio Mártires de Barbados, de Bayamo, y no lo encuentro en imágenes. Hay «gigantografías» de otros peloteros, incluso de algunos de la actualidad, pero triste y lamentablemente falta Manuel Alarcón.
Sé que este sinsabor está multiplicado; que muchos no entenderán nunca cómo se ha podido obviar al imprescindible en el recuento de la historia del béisbol en ese pedazo de tierra que hoy nombran Granma.
Ahora que lo evoco en este mayo, me pregunto cómo no han logrado encontrar una fotografía del Cobrero, ese que inaugura el libro Estrellas del béisbol, ese cuya imagen con el letrero de Oriente en el pecho aparece hasta en la enciclopedia digital cubana.
Pido, por favor, antes de poner punto final a esta remembranza, que busquen a Manuel Alarcón, sin justificaciones, y lo lleven cerca de la pizarra del «Barbados» para verlo realizar su maravilloso wind up y encontrarlo más allá de los recuerdos mágicos que nunca se evaporan.