Lecturas
En 1950 llega la múcura a Cuba. En efecto, La múcura, la popular tonada colombiana —«La múcura está en el suelo, / mamá no puedo con ella. / Me la llevo a la cabeza, / pero no puedo con ella. / Mamá no puedo con ella, / es que no puedo con ella…»— resultó entonces el más sonado hit musical, y fue así que esa vasija de barro propia para almacenar o transportar agua se convirtió en un objeto demandado por los habaneros como adorno doméstico, a la venta en los establecimientos comerciales más exclusivos
Julio Soler era, en 1950, el encargado de la limpieza y el mantenimiento de todos los monumentos de la ciudad. Hasta entonces acometió su tarea con un equipo que actuaba a sus órdenes, pero hubo un desmoche de personal en el Ayuntamiento y quedó solo en el negociado, que era como entonces se llamaba a los departamentos de las oficinas públicas. Soler hizo en Roma estudios de escultura y fue, en La Habana, ayudante del artista italiano Carlo Nicoli. Antes había colaborado con el cubano José Villalta Saavedra en los monumentos a José Martí, en el Parque Central, y a Francisco de Albear, en el parque que lleva su nombre frente a la Manzana de Gómez. Una foto que llega al escribidor lo capta mientras trabaja en el monumento al presidente Alfredo Zayas, que estuvo emplazado en el parque de igual nombre, al sur del viejo Palacio Presidencial, donde se localiza el Memorial Granma. Foto que desmiente lo que se ha repetido sin razón durante años. Que el personaje de esa estatua que ya no existe no era Zayas. Que el mandatario, con tal de inaugurar el monumento en su honor antes de abandonar la presidencia de la nación, había adquirido en el exterior la imagen de bulto de un personaje que se le parecía. Por cierto, su estatua lo mostraba con una mano en el bolsillo de la chaqueta, en tanto que con la otra señalaba hacia Palacio, como diciendo: Lo que tengo aquí, me lo robé de allí. Le apodaban El pesetero.
Miguel Salom, propietario de la guarapera sita en la Calzada del Cerro, número 1631, cobró celebridad gracias al cartel que fijó al frente de su establecimiento, en el que instaba a tomarse un guarapo a los que desesperaban mientras aguardaban la llegada de la guagua o el tranvía. El frío y vitaminado zumo de la caña de azúcar hacía más llevadera la espera de un ómnibus de la ruta 16 o del tranvía Cerro-Parque Central.
En días fijos llegaba —alpargatas, boina y chaleco— el carbonero. Traía, enganchada al cinto, una cartera de cuero que le colgaba por fuera del pantalón. Detenía su carromato en una esquina y desde allí exploraba la zona. Con su mula adornada con cintas y nombre de mujer —Margarita, Rocío, ¡Amanecida!—, es un personaje del folclor que se batió en retirada hasta desparecer cuando la electricidad o el gas ganaron al carbón la pelea en la cocina.
El teatro Payret se inauguró en 1878. Como había finalizado, con el Pacto del Zanjón, la Guerra de los Diez Años, se pretendió darle el nombre de Teatro de la Paz, pero los habaneros prefirieron llamarlo por el nombre de su constructor, el catalán Joaquín Payret, que perdió toda su fortuna en el empeño. Lo animaba el afán de edificar un teatro que superara o, al menos, fuese capaz de rivalizar con el Tacón, lo que el Payret no consiguió nunca, pese a la brillantez de muchos de sus espectáculos.
Los cronistas de antaño lo llamaron el Coliseo Rojo, por el color de sus decorados. Fue clausurado en 1882, luego de un derrumbe parcial, pero en 1890 lo reinauguró su propietario de entonces, Antonio Saaverio. En 1948, el Payret cerró de nuevo sus puertas al ser adquirido por la Sucesión Falla Gutiérrez. Esta lo sometió a una remodelación que lo dotó del aspecto que todavía mantiene.
Por el escenario del Payret pasaron muy notables figuras de la ópera, como los tenores Antón y Constantino y sopranos como Blanca di Fiori. Allí se lució además la trágica Sarah Bernhardt y, en concurridísimas y muy aclamadas temporadas de zarzuela, la tiple mexicana Esperanza Iris, que convencía siempre y emocionaba al público cubano. Anna Pavlova, una de las grandes bailarinas de todos los tiempos, se presentó asimismo en el Payret.
La imagen muestra a una niña depauperada y con las ropas raídas que lleva a un gatico entre los brazos; a un perro que, más que tal, es la imagen del abandono, y a un caballo que ha sido explotado en extremo, obligado, al son del látigo, a arrastrar cargas insoportables. A su pie dice: «Nosotros hablamos por los que no pueden hablar por sí mismos».
Es un anuncio del Bando de Piedad, la institución que en 1906 fundara en La Habana la norteamericana Jeannette Ryder con el fin de proteger y ayudar a seres desvalidos e indefensos, fueran humanos o animales, victimizados por el hambre, la crueldad y el maltrato. La Ryder, afirma el investigador y narrador Jorge Domingo, sobresalió por sus nobles sentimientos cristianos, la sensibilidad extrema y su firme voluntad de hacer el bien. En un inicio, la prensa insistió en presentarla como una mujer estrafalaria y chiflada, pero ella, indiferente a las críticas y a las burlas, no desmayó en su empeño de dar vida y mantener esa sociedad protectora de niños, animales y plantas.
Corre el año de 1924 y la Sociedad Martiniana no ceja en su empeño de rendir tributo a la memoria del Apóstol de la independencia de Cuba. Es en esa fecha que caloriza la idea de restaurar su casa natal e instalar allí un museo-biblioteca, y la de erigir un obelisco en cada uno de los 25 lugares donde el Héroe hizo un alto en su gloriosa ruta entre Playitas y Dos Ríos, además de pedir a las autoridades correspondientes la construcción de una carretera que uniese a esos dos puntos.
Se proponía asimismo la publicación de la biografía y la iconografía del autor del hombre de La Edad de Oro, su bibliografía y, entre otros títulos, sus obras completas.
Se le llama comúnmente el parque Villalón, y se le ha denominado asimismo parque de Neptuno y de La Fuente, pero el espacio enmarcado entre las calles C y D, Quinta y Calzada, en el Vedado, se llama en verdad parque Gonzalo de Quesada.
A comienzos del siglo XX se pensó construir allí un mercado de productos agropecuarios. A esa iniciativa se opuso el ingeniero José Ramón Villalón Sánchez, teniente coronel del Ejército Libertador, que tenía una casa de veraneo en la calle Quinta, frente a lo que debía ser el mercado. Sería él quien lanzaría la idea de construir el parque. Siendo secretario (ministro) de Obras Públicas del presidente Mario García Menocal solicitó que le elaboraran un diseño para acometerlo, consiguió el presupuesto necesario y pidió que cada uno de los vecinos donara un árbol para resembrarlo en el lugar.
La solicitud fue bien acogida en la comunidad y cuando la obra estuvo terminada, Villalón hizo traer la estatua de Neptuno que Tacón había donado a La Habana muchísimos años atrás y que dormía el sueño del olvido en los sótanos de un antiguo convento. Colocaron la estatua en una fuente. Gonzalo de Quesada murió en 1915. Fue entonces que de manera oficial se dio al parque el nombre del cercano colaborador de José Martí. Tres años más tarde, el mismo Villalón asumía la construcción del monumento que allí se erigió al patriota.
El Carmelo de Calzada fue en los años 40 y 50 del siglo pasado el mejor grill room de La Habana. En sus parrillas de carbón se preparaban todos los días unas 20 líneas de carne asada, sin contar las palomas, las perdices, los faisanes, los jabalíes, las liebres, los pollos de especialidades… Todo lo que había en el mundo de la comida se encontraba en este establecimiento, donde se vendían unos 25 jamones diarios, y tenía unos 150 empleados.
Viajes desde La Habana con destino al balneario de Madruga. Situada en un paisaje pintoresco, Madruga dista 79 kilómetros de La Habana. Su balneario es uno de los más conocidos y apreciados por las cualidades curativas de sus manantiales.
El viajero se traslada hasta Güines en carros eléctricos de Havana Central que salen todos los días a las 8:30 a.m., 12:30 y 4:30 p.m., y allí pasa a trenes de vapor de los Ferrocarriles Unidos de La Habana, que sincronizan con los eléctricos, para un recorrido de dos horas con 40 minutos. Boletines de ida y vuelta, en primera clase, válidos por 15 días, tres pesos.
¡Mango! ¡Piña! ¡Guayaba! Pregonaba el frutero con la mercancía en los serones de su caballito. Luego se estableció en un lugar fijo. A la vuelta de cualquier esquina aparecía la carretilla del frutero. Muy demandadas eran las naranjas, que siempre anunciaba como de China y dulces. Con una maquinita les quitaba la cáscara, las cortaba en mitades y las metía en una pequeña vidriera bajo la cual había colocado una piedra de hielo. ¡Naranjas de China, dulces y frías!
El niño limpiabotas es, afortunadamente, una imagen que se erradicó de La Habana y de toda Cuba para siempre tras el triunfo de la Revolución de 1959. Es ya imposible encontrar aquí, como en otras ciudades del continente, a niños que a cambio de unas monedas limpien en los semáforos los vidrios del coche y se ofrezcan para prestar cualquier servicio. Ahora, en La Habana y en toda Cuba, los niños están en las escuelas. ¡Y todos tienen zapatos!