Lecturas
Acaban de aparecer, con el sello de Ediciones Loynaz, de Pinar del Río, las Crónicas mambisas, de Ismael Pérez Gutiérrez. El escribidor, que vio nacer y crecer esta obra que ve la luz en dos volúmenes, sabe del sostenido esfuerzo de su autor, al margen de sus tareas como profesor de Medicina, para hacerla posible, y de la prolija investigación que le antecedió. El resultado, escribe en el prólogo René González Barrios, presidente del Instituto de Historia de Cuba, es de esos libros que «aferran y crean adicción». Añade: «Es imposible soltarlo una vez que queda atrapado el lector con las historias llenas de grandeza humana y altruismo, que narra en cada uno de los pequeños relatos mambises».
Lástima de lo corto de su tirada —500 ejemplares— cuando se trata de un libro que, sin que esté dedicado en particular al lector infanto-juvenil, debía estar al alcance de maestros de las enseñanzas primaria y secundaria y figurar en las bibliotecas de todas las escuelas de la Isla. Piensa quien esto escribe que la mejor manera de transmitir la historia de nuestro país es a través del relato de las acciones heroicas que lo hicieron posible, una gesta que, cuando la realidad la impuso, acometió gente como uno, de carne y hueso, con virtudes y defectos, que se creció ante los demás y acaso ante sí mismas.
¿Qué pretendió Pérez Gutiérrez con su libro? Afirma el propio autor: «Cuando empecé a escribir este “intento”, pensé que era adecuado y de hecho lo titulé Anecdotario mambí. En un inicio, y como aún se conserva en buena parte, se constreñía, como señalaba aquel título, a breves anécdotas ocurridas en el campo insurrecto en el transcurso de las guerras por la independencia.
«Poco a poco fueron apareciendo otras que no se enmarcaban solo en el área bélica, sino que habían tenido por escenario las ciudades y la emigración revolucionaria con hechos de igual significación que los que ocurrieron en la manigua, y con igual simbolismo».
Refiere el autor que en la búsqueda de información para su obra le salieron al paso personajes poco conocidos que lo invitaban a rescatarlos del olvido. Habían dedicado la vida a la lucha por la independencia, pero resultaba imposible encerrarlos en una anécdota. De ahí que decidiera cambiar el título de su obra por otro más abarcador, pero con igual espíritu. Se llamaría Crónicas mambisas.
Algunas de las escenas que se recrean en el libro son conocidas; otras, no tanto. Todas expresan el enorme amor a Cuba de que dieron muestra los hombres y mujeres que las protagonizaron, algunos de ellos figuras cimeras de nuestra historia y otros, seres anónimos. En todos está presente el alma cubana, recalca Ismael Pérez Gutiérrez.
Asegura: «No se encuentran todas las acciones que ocurrieron, solo algunas que me llamaron la atención en mis estudios de la historia patria y que recojo de diversos autores, muchos de ellos testigos presenciales o contemporáneos de los intérpretes principales de estas y que repetimos con ligeras variaciones en nuestro estilo. El resto está allí, en los cientos de libros y documentos en que es necesario hurgar cuando se pretende conocer cómo se forjó nuestra nación».
En el prólogo a Crónicas mambisas, recuerda René González Barrios que no son pocos los médicos que abordaron la historia patria. Cita en ese sentido a Fermín Valdés Domínguez, Félix Figueredo, Eusebio Hernández, Horacio Ferrer, Gustavo Pérez Abreu, Guillermo Fernández Mascaró, «protagonistas todos de las gestas independentistas, que legaron a la posteridad sus testimonios de la guerra, en libros o diarios de campaña, algunos de ellos inéditos aún». Menciona asimismo a Benigno Souza, biógrafo de Máximo Gómez.
José Martí exaltaba siempre que se escribieran obras de ese tipo, «de las que ensanchan el corazón y llenan de pasión y ansiedad de hacer a quienes las devoran». Concedía el Apóstol lugar especial a Episodios de la Revolución Cubana, de Manuel de la Cruz. Afirmaba que no podía pasar ante dicha obra sin tomarla en sus manos y besarla, y aconsejaba que cada soldado llevara en su equipaje La revolución de Yara, del coronel Fernando Figueredo Socarrás, «con la misma fe que el creyente lleva la Biblia». Por cierto, el escribidor tuvo en sus manos, en los años 70, el ejemplar de Episodios de la Revolución Cubana que leyó y consultó José Martí, con anotaciones y subrayados de este. Pertenecía entonces a José Lezama Lima, que lo tenía como la pieza más importante de su muy valiosa y extensa biblioteca.
Precisa González Barrios que el libro de Ismael Pérez Gutiérrez recuerda otros como A pie y descalzo, de Ramón Roa, y Cuba heroica, de Enrique Collazo, «canto de gesta, donde aquellos tiempos iluminan el camino de estos», y añade: «No tengo dudas de que al leer estas páginas, las nuevas generaciones cubanas sientan orgullo de sus antepasados, y el placer infinito de saberse herederos de los extraordinarios valores que nos legaran. Quizá, martianos siempre, también lo besen y lo lleven para siempre consigo en el equipaje».
Reproducimos a continuación algunas de las crónicas incluidas en el libro.
Dos años menor que Ignacio, Enrique Agramonte y Loynaz, estudiante del sexto año de Medicina, se alza en la manigua camagüeyana, y unido a las fuerzas que mandaba su hermano toma parte en todos sus combates ganando merecidamente su ascenso a teniente coronel.
De un valor a toda prueba, recibe tres heridas de bala en el ataque a Las Tunas y después de reponerse se reincorpora a las fuerzas mambisas. Un día hubo un encuentro entre las tropas cubanas y una columna enemiga. Los nuestros esperaban emboscados el paso de esta y al llegar al lugar señalado se inició un fuerte tiroteo. En el calor de la refriega, se separó un joven oficial español del grueso de la columna, quedándose solo entre las dos fuerzas.
Entonces, se vio de pronto a Enrique, saltando como un tigre desde las trincheras en donde se encontraba parapetado, dirigirse al hispano, retándolo, e inmediatamente se traban en un duelo personal entre ambos valientes. Chocan el machete y el sable sacando chispas de cada encuentro. El Mayor, al contemplar la escena da la orden de «alto al fuego» y pide que dejen solos a los contendientes. A su vez, el oficial al frente de la tropa española contiene el suyo.
Un silencio imponente cubre el campo donde solo se escucha el choque de los dos metales, mientras todos los ojos siguen el singular combate. El cubano se impone y en un momento dado se ve caer herido de un machetazo al oficial español. Retrocede rápidamente Enrique a la trinchera, pero el fuego no se reanuda entre ambas partes hasta que el herido no fue retirado cuidadosamente por sus compañeros. El valor y la hidalguía estaban presentes en todos estos hombres.
Durante una estancia en Nueva York, reunido con varios amigos, el general Antonio se quejaba de un fuerte dolor de muelas. Uno de ellos le aconseja que visite a un dentista, y en efecto se encamina al consultorio de uno, norteamericano, llevando como intérprete al hijo de un amigo. El joven notaba cierto nerviosismo e inquietud en el gigante de bronce y pensó que se debía al dolor que le producía la muela cariada.
Examinada la boca de Maceo por el estomatólogo, este le indica la necesidad de extraerle la pieza. Tiene caries tan avanzada que no es posible empastarla. Maceo, ni tardo ni perezoso se levantó del sillón y de pie dice: —Hoy no puedo, vuelvo otro día.
Cuando se hallaron en la calle, el bravo entre los bravos, el indómito héroe de cien batallas que no temía a la muerte, siempre a la cabeza de sus hombres y con numerosas cicatrices en el cuerpo como condecoraciones, exclamó sonriendo con ingenuidad infantil:
—Tengo horror a sacarme una muela.
Rosa Castellanos nació en Bayamo en 1834. Humilde negra, debido a su inteligencia e intuición se había hecho experta en el manejo de las propiedades medicinales de muchas plantas, por lo que su investigación y curiosidad no tenían límites. Altruista, no fue una «curandera» más y no hizo de sus conocimientos un medio de lucro, sino que lo marginó de ese egoísmo ofreciéndolo para aliviar las dolencias humanas. Popular y querida, junto a su esposo José Francisco Varona se alzó en 1868. Aunque con valor para empuñar las armas, prefirió, por más útil, cuidar de los heridos y enfermos.
Trabajó así, tanto en hospitales con cierta estabilidad como en los llamados «de sangre», para brindar las primeras curas a los heridos en los combates. Finalmente logró levantar un magnífico hospital de campaña en San Diego del Chorrillo en tierra camagüeyana, donde hospitalizaba a los libertadores y los atendía y cuidaba cariñosamente.
En cierta ocasión un desertor cubano se alistó como «jíbaro» español e intentó guiar a las fuerzas de su guerrilla hasta el hospital del Chorrillo. Como operación previa, salió solo a explorar el lugar objeto de la próxima «hazaña». El sitio estaba lleno de heridos procedentes de los combates de Jimaguayú y Las Guásimas, por lo que Rosa tenía que centuplicar sus actividades de médico, enfermera, farmacéutica, forrajera, cocinera, lavandera y hasta de explorador y escolta del hospital.
El traidor se acercó al hospital y allí se apostó a observar el movimiento y precisar los detalles para el ataque. Lo que no sabía era que la despierta mambisa ya lo había detectado y cuando pretendía abandonar el lugar para reincorporarse a los suyos, esta, sacando su arma, lo despachó de un certero balazo para el otro mundo. Así eran nuestras mambisas.