Lecturas
Quizá usted, al igual que yo, se sorprenda al saber que Máximo Gómez Báez, General en Jefe del Ejército Libertador, fue un gran bailador y, al menos en su juventud, tuvo una peculiar suerte con las mujeres.
Su compatriota Federico Henríquez y Carvajal, que lo conoció cuando el ya capitán de las milicias dominicanas tenía 26 años de edad, lo recordaba, décadas después, como un hombre bien parecido. Decía don Federico:
«Tenía trigueña la faz, finos los labios, los ojos negros, sedoso el cabello y era el galán mimado de las damas; en breve daba la norma en bailes, veladas, paseos, amores y amoríos.
«Era un bailador sin émulos. En vals, danza, polka o mazurca era el primero. Él dirigía siempre las contradanzas. E iba él, amante de la música y trovador nocturno, alta la noche, en el grupo promotor de serenatas que —a la luz de la luna— salían a desgranar, a dúo, canciones de amor y nostálgicas barcarolas».
Pronto ganaron fama su virilidad y audacia amorosa. Con aires de galán, afirman sus biógrafos, mantenía el espigado oficial una activa vida social. Procreó cuatro hijos con igual número de mujeres y no contrajo matrimonio con ninguna. Tres de esas cuatro mujeres lo superaban en edad.
Máximo Gómez nació en fecha incierta. Se supone que vino al mundo el 18 de noviembre de 1836, con lo que hoy estaría cumpliendo 182 años de edad. Hijo de doña Clemencia y don Andrés, un varón luego de siete hembras, la primera de las cuales nació en 1811. El matrimonio no cabe en sí de gozo. La muerte le arrebató antes a dos varones y no cuenta ya con muchas oportunidades para otro hijo. Clemencia tiene una edad avanzada para la maternidad, 45 años, y Andrés, con sus 53, es un anciano en un medio donde muy pocos superan la media centuria. Para las hermanas, el niño, con su pelo lacio y ojos acerinos, es casi un juguete.
Lo bautizan en la iglesia local. El padre Rosón será también su padrino y más tarde el maestro que enseñará al niño a «buscar el grano entre la paja». Pero el acta bautismal no apareció después. Diría el propio Gómez:
«No puedo precisar la fecha en que nací pues por más que busqué personalmente la partida de bautismo en los libros de la Parroquia, no pude dar con ella; eso quiere decir que desde la cuna empecé a resentirme del descuido de otros de que somos víctimas los hombres a nuestro paso por este planeta. Pero por la edad precisada en la fecha de nacimiento de contemporáneos míos y por la tradición conservada de mis buenos padres, pude averiguar… que nací allá por el año (1836)».
En opinión de Gómez, sus padres «formaron del amor un templo y un altar, consagrados a la familia», y es en el hogar, fragua de valores éticos, donde la disciplina y la ternura «modelan su conducta, y se le inculca un alto sentido del deber y del honor, la austeridad y la templanza, la honestidad y el espíritu de abnegación».
Su infancia transcurre con placidez en un Baní que bosteza entre peleas de gallos, misas y bailes regados de aguardiente, rinde culto a la Virgen de Regla, patrona de la villa, y pretende afianzarse en la ganadería, y que se ha curtido en el combate desde las postrimerías del siglo XVIII contra españoles, franceses y haitianos. Entre jilgueros y gorriones, el niño intenta alcanzar mariposas multicolores, se baña en los ríos, gana habilidad en la caza de palomas y torcazas, pasea en carretas entre modestas viviendas de tabla y guano y empieza a dominar el machete con que ayudará a su padre. Poco a poco se entrena en las faenas del campo; maneja el hacha y la azada, desbroza bosques, doma potros salvajes, caza puercos jíbaros…
Sale un día don Andrés de viaje y encomienda al hijo que labre un conuco. Máximo se vuelve loco de contento porque su padre le confió esa tarea, y se siente más satisfecho aun cuando al regreso su progenitor lo felicita por el esfuerzo realizado y le hace «el gran regalo de un caballito».
«Monta el pequeño corcel con seguridad y desenfado. Cabalga, trota, se desliza veloz por la pradera, ejercitándose en insospechada marcha hacia la historia», escriben Minerva Isa y Eunice Lluberes en su Máximo Gómez, hijo del destino.
Desembarca en tierra cubana el 13 de julio de 1865, y con su madre y dos hermanas se establecen en Santiago de Cuba. En su país, combatiendo al lado de España, sin la brillantez que caracterizará luego su trayectoria militar, alcanzó el grado de comandante. Aquí se siente confuso y decepcionado.
Acude un día, en representación de los militares dominicanos exiliados en la Isla, a entrevistarse con el jefe de la plaza a fin de reclamarle los fondos que destina España a socorrerlos. El alto oficial lo maltrata de palabra; dice que lo mejor es que se vayan a África, donde tendrían mayores ventajas.
El menosprecio lo desconcierta. En Santo Domingo formaba parte de una élite que gozaba de prebendas y distinciones. Aquí, es una persona de segunda. Ante el ultraje, con arraigado sentido de la dignidad, abandona el ejército español, renuncia a sus estrellas de oficial y a la paga mensual a la que tiene derecho. Comentará: «Mejor así porque para los hombres de bien no hay deuda más obligada que la de la gratitud».
Quiere volver a su tierra, pero algunos compatriotas le aconsejan que se traslade a Manzanillo. Allí, despojado del uniforme, se confunde con cualquier sitiero cuando, a caballo, recorre la comarca enfrascado en el negocio de venta de madera que representa y que por falta de destreza comercial le reporta magros beneficios, pero que le facilita, por los recorridos a que lo obliga, irle tomando el pulso a la realidad y ponerse en contacto con gente que conspira contra España.
La estancia en Cuba le permite percatarse de situaciones en las que nunca había reparado. Ve la opulencia y la impunidad de los propietarios de cafetales e ingenios azucareros y a una masa campesina sometida a la explotación y al abuso y esquilmada por impuestos y exacciones que impone la burocracia española.
Lo conmueve la situación del negro. Dirá: «Muy pronto me sentí yo adherido al ser que más sufría en Cuba y sobre el que caía una gran desgracia: el negro esclavo. Entonces fue que realmente supe que yo era capaz de amar a los hombres».
El 13 de octubre de 1868 se subleva El Dátil, el poblado donde radica Máximo Gómez. En la plaza local, el poeta José Joaquín Palma, sin ninguna experticia militar, hace esfuerzos inútiles por organizar a los hombres alzados en armas, mientras Gómez, entre curioso y burlón, sigue sus peripecias. Tal vez por intuición o porque sabe de su paso por las milicias dominicanas, el poeta lo invita a sumarse al grupo. Gómez acepta y Palma le da grados de sargento. Impone enseguida su voz de mando para organizar y disciplinar a la tropa. Carlos Manuel de Céspedes, en atención a su experiencia, lo designa General.
En Jiguaní sufre Gómez el primero de los sinsabores que padecerá a lo largo de toda la lucha por la independencia. Se niegan las autoridades mambisas a que un extranjero ostente tales grados. Acude a ver a Donato Mármol, jefe de los insurrectos en la zona. Lleva una comunicación de Céspedes en la que pide a Mármol que lo acepte en su tropa.
—Para mandones, sobramos —dice Mármol al leer displicente la nota.
Gómez responde que solo quiere ser un soldado más.
El suegro de Mármol lo convence del error.
—Acéptalo. Ya ves lo que dice Céspedes. Este hombre sabe, y nosotros, de guerra, no sabemos ni jota.
Al fin Donato Mármol lo acepta. Le da grados de Coronel. Días después, el dominicano dará la primera carga al machete.
En Jiguaní, José Antonio Toro Pelegrín, un joven revolucionario del poblado, le ofrece su casa para que pase la noche. La familia recibe con hospitalidad al gallardo militar que provoca la curiosidad de las hermanas de José Antonio, en especial de Bernarda, apodada Manana, que ha pasado los días anteriores cosiendo chamarretas y bordando escarapelas para la tropa insurrecta.
Gómez la mira de soslayo, con disimulo, pero ella se percata del interés que despierta en el recién llegado, y lo disfruta.
El hombre experimentado en lides amorosas queda prendado de la belleza serena de Manana. Lo impactan sus negros cabellos, su simpatía, sus modales refinados, su hablar pausado.