A la actual telenovela cubana le falta aliento conceptual y formal, la verosimilitud mínima deseable el público demanda ciertas dosis de realismo
Treinta años, y unos cuantos meses, se cumplen en este verano de que la canción Dust in the Wind se convirtiera en éxito mundial. Era uno de los muy notables ejemplos de canción popular vestida de gala —perdón por el ataque de nostalgia cuando no muchos recuerdan ese número en tiempos de reguetón y fragmentación videoclipera—, y empleaba a fondo la metáfora, e incluso ideas filosóficas de cierto calado, de conjunto con aires sinfónicos, sin eludir los propósitos esenciales de la música pop contemporánea. Esa trascendencia, que asume con rigor temas combinados de diversos estratos culturales y artísticos, ese empeño en evadir lo contingente y canónico, la elevación y donaire que también pueden alcanzar productos tan notorios de las industrias culturales como la canción o la telenovela, es justo lo que le falta a Polvo en el viento, título homónimo de la canción antes mencionada y de la telenovela cubana que está saliendo al aire por Cubavisión tres veces a la semana.
Hoy escribo desde el comedimiento, o por lo menos lo intento, de modo que debo ofrecer mis excusas por segunda vez, por comenzar tan agresivamente, cuando debe haber miles, sino millones, de cubanos a los cuales les agrada la telenovela, y que en este mismo momento estén pasando la página del periódico. Pero ofrezco mis razonamientos sin ninguna otra intención que no sea apostar por el mejoramiento. Aunque la adornan múltiples valores, que atenderé en su momento, a la actual telenovela cubana le falta aliento conceptual y formal, la verosimilitud mínima deseable (por lo menos en Cuba cuando se habla del presente, el público demanda ciertas dosis de realismo) además de que recurrieron a una combinación medio turbia entre la narrativa sentimentaloide a lo Corín Tellado (búsqueda de la protagonista del amor verdadero e impar) y alguna película francesa de los años 60, semiescandalosa y reiterativa en cuanto a la multiplicidad de intereses romántico-sexuales de los protagonistas.
En un principio, parecía que la trama se enfocaría en un personaje que pudo ser tan rico, misterioso y magnético como David, y en los diversos dramas a que lo conduce su seropositividad. Pero todo ello ha pasado a un plano muy secundario, puesto que en esta trama el hecho de ser portador del VIH apenas parece ser un trauma significativo ni para el personaje (quien se relaciona libre e irresponsablemente con quien le viene en ganas, ocultando incluso su enfermedad) ni para quienes lo rodean, pues excluyendo a Sergio, el padre de Liuba, pareja fija de David, ningún otro personaje asume el sida como una tragedia. A favor estoy, en primerísimo lugar debo aclararlo, de naturalizar este y otros temas, y desproveerlos del aura satánica y patética que suele conferírseles, pero es que nunca se había visto, al menos en nuestros medios, el Virus de Inmunodeficiencia Adquirido tratado con la sencillez rayana en liviandad con que lo asume David (es decir el guión) y los espectadores tenemos derecho al desconcierto, por los menos, cuando nos cambian el punto de vista entronizado de manera tan abrupta.
La homosexualidad como subtrama, al menos en dos personajes secundarios, tampoco corrió la mejor suerte. La primera pareja de Keyla es sencillamente un monstruo manipulador, interesado, vicioso e insensible, un bicho dañino. Para compensar el desafuero (no dudo que los creadores sean conscientes del daño social y psicológico que puede hacer, en tanto reforzamiento de los prejuicios y de la homofobia, presentar a un homosexual —las pocas veces que se asoman en un dramatizado nacional—, bajo un prisma tan parcializado y vergonzante) está Roly, el gay amoroso, diseñado sobre topicazos tan abrumadores como sugerir que los homosexuales exudan gracia, ingenio, sensibilidad artística, solidaridad y comprensión, sobre todo para las mujeres.
Sé que existen personas parecidas, desgraciadamente similares, a tales prototipos, pero el guión procedió, en este caso, con una filosofía de blanco o negro, de positivo y negativo, que para nada contribuye a la mejor comprensión y aceptación del asunto. ¿Dónde quedaron los móviles de estos dos personajes, su mundo interior, sus incitaciones y apremios, los deseos y pertenencias que les hubiera permitido trascender el papel de malvado clásico, en el primer caso, y de buenazo sin matices, ni motivaciones privadas, en el segundo?
Saltan mucho a la vista las insuficiencias en el diseño de algunos personajes monocordes y rectilíneo-uniformes (los dos mencionados antes, Maité, Sergio, la madre de Keyla, la millonaria que regresa en busca de su hija, entre otros pocos) porque Polvo en el viento puede vanagloriarse de varios aciertos. No es logro pequeño la agilidad, el tono natural y fluido para los diálogos —la gente aquí habla sin exageraciones ni sermoneos, tal y como nos expresamos los cubanos de hoy, claro que con menos descompostura y grosería que en la verdadera calle, por supuesto— y de entregarnos una rica urdimbre de acontecimientos e interrelaciones personales que, en general, consigue sorprender al espectador, intranquilizarlo, y hasta motivarlo a que esté pendiente de la trama, por los menos para enterarse con quién se va a «empatar» Keyla en los próximos capítulos, pues tal parece que le atribuyeron demasiado al pie de la letra aquello de que un clavo saca a otro, y el otro al otro, sobre todo cuando ninguno de los tres estaba bien martillado. (En este sentido, también destaca en el guión cierto abuso de la casualidad y de los despistes de los personajes, como aquello de que vivan uno frente al otro y no se conozcan ni sepan nada de sí. Tal cosa ocurrirá en Suiza o Noruega, pero en Cuba es, por lo menos, improbable, mucho menos tratándose de una médica de la familia. No había necesidad de atropellar de ese modo la suspensión de la incredulidad inherente al drama romántico).
Al igual que su homóloga brasileña Mujeres apasionadas y la norteamericana Anatomía de Grey, con las cuales coincide desafortunadamente en la pequeña pantalla, la teleserie nuestra se aglutina, quizá demasiado, en torno al núcleo dramático constituido por las relaciones y frustraciones romántico-eróticas. Si bien no debe reprocharse semejante filiación, típica del melodrama y de su hermana menor, la telenovela, sí puede exigirse, al menos en Cuba, que esa intimidad sentimental aparezca enraizada, sustentada y en estrecha coherencia con un panorama social identificable, amén de que podamos solicitarle también a nuestros dramatizados televisivos ¿por qué no? reflexiones pertinentes sobre la contemporaneidad, reflexiones a las que, en general, renuncia esta telenovela, ocupada como está en detallar inacabables cadenas de adulterios, matrimonios sin sentido y en crisis, parejas establecidas con la misma prisa e inconciencia con que la gente se alimenta tres veces al día. Por cierto, ¿ha reparado el espectador en que esta es la serie cubana donde con más frecuencia la gente come, se prepara para comer, se sienta a la mesa, o está cocinando?
No estoy diciendo que tales promiscuidades y ligerezas no abunden en la Cuba de hoy, pero si se pretendió en ese sentido un retrato realista, o por lo menos no idealizado, no entiendo la razón de que no se avanzara más, mucho más, en la descripción de los matices que integran la cotidianidad de los personajes, más allá del estómago y los problemas de alcoba. Salvo en derredor de la pareja de jóvenes, barman él, dependienta ella de tiendas en cuc, apenas aparecen las contradicciones, valores, problemas y riqueza infinita de nuestra cotidianidad. Y ya no vale la excusa de algunos creadores respecto a que la telenovela no admite códigos realistas, porque abundan ejemplos muy destacados de lo contrario.
En torno a la universidad donde imparte clases Liuba, en el hospital o en el consultorio de Keyla, en ese lugar casi fantasmagórico, por inexplicado, que se dedica al cuidado ambiental que sustenta a Javier, David, Maité y Yohana, en el agro donde trabaja la madre de Liuba y Dimitri, ni mucho menos en ese ICAIC donde este último intenta trabajar como sonidista, surgen contrariedades o disyuntivas que se muestren en términos potables, dramatúrgicamente hablando. Así, de cada personaje, solo atenderemos a su faceta sentimental, mientras todo lo demás, que pudo ser también vivaz, atractivo y dimensionado, parece artificioso, y se expone tibiamente, a manera de excusa y comodín, porque en algún lugar tienen que trabajar los personajes.
De este modo, a los espectadores solo nos queda asistir, con algo de morbo y de curiosidad chismográfica, a la manera en que los protagonistas y secundarios cambian de pareja, en una danza ligera, ligerísima, tan desmotivada e involuntaria cual partículas de polvo arrastradas por la brisa o el terral. Dentro de una semana, más o menos, abordaremos otras aristas de Polvo en el viento. Aguarde por la secuela.