Al mediodía del viernes, en el mismo instante en que intentábamos acoplar la celebración por los 41 años del Instituto Internacional de Periodismo José Martí al inesperado colapso del sistema eléctrico nacional, una pareja de recién casados pasaba sobre un descapotable, con todos sus ruidos matrimoniales y sus artilugios, a la búsqueda eterna de su felicidad.
Entre las nueve de la mañana y la 1:20 de la tarde del 16 de octubre de 1953, toda la fuerza, enorme y desgarradora de los hechos del 26 de julio de aquel mismo año, y la proyección creadora sobre el futuro que avizoraba, hicieron vibrar la pequeña salita de enfermeras del santiaguero hospital Saturnino Lora, donde el líder de la acción pronunció su discurso de autodefensa, que hasta hoy es raíz y razón de un pueblo en Revolución.
La irrupción en el Caribe de un huracán estremecedor, con su inmensa fuerza arrasadora enfilada directo a la Florida, Estados Unidos, en su ruta por los mares al norte de nuestro archipiélago, impidió que el martes 8 de octubre los habaneros marcharan desde la Fragua Martiana hasta la Tribuna Antimperialista, en solidaridad con Palestina, al cumplirse un año de la rebelión armada del pueblo encarcelado en Gaza —el mayor campo de concentración del mundo— contra el régimen del apartheid colonial racista impuesto por el Estado sionista de Israel, a partir de su implantación en 1948, con el decisivo apoyo político y militar de Estados Unidos y del Reino Unido.
El 13 de octubre de 1870, en un día otoñal marcado por el suave murmullo del viento de la entonces Isla de Pinos, un joven de apenas 17 años llegó a la finca El Abra. Su nombre: José Julián Martí Pérez.
Una amiga acaba de pagar 20 dólares por unos espejuelos. ¡20 dólares! Y lo más llamativo, además del irrespetuoso precio de marras, es que tuvo que pagar como exigencia del optometrista-vendedor, con el afamado billete estadounidense. Contrario a lo que pudiéramos imaginar y para mayor indignación, la compraventa se consumó en la propia consulta del policlínico habanero Tomás Romay, de La Habana Vieja.
No por grotesca o absurda hay que dejarle de prestar atención a la idea que pretende vincular el 10 de Octubre a nuevas «revoluciones», con colores de disturbio y ruptura.
El miércoles 18 de septiembre de 2024, la Asamblea General de las Naciones Unidas dio un paso significativo al aprobar una resolución presentada por Palestina, que busca poner fin a la agresión que este pueblo ha sufrido durante años. Con 124 votos a favor, incluido en voto de Cuba, esta decisión es un claro reflejo de que la mayoría de las personas en el mundo abogan por la paz y la justicia.
Desde que el lenguaje se agenció un lugar en la comunicación de los seres humanos, designar cada cosa con un nombre devino una necesidad impuesta por las circunstancias. La forma en que procedieron nuestros antepasados para tan compleja tarea deviene un enigma. Pero hoy sabemos que muchas palabras deben su etimología al entorno fundacional que las echó al mundo.
De poco sirve la nostalgia cuando el pasado solo proyecta sombras. Es cierto que, en los vericuetos de la subjetividad, todo tiempo pasado nos parece mejor. Incluso, casi se ha vuelto una pandemia virtual el compartir en los perfiles fotos de añejísima data con el propósito de alebrestarnos la añoranza. Fotos sepia, seres engastados en vestimentas que recuperan su elegancia desde los grises; copiosos peinados; ciudades que parecen de artesanía, carros y tranvías casi de cuerda. La tramoya nos cautiva y nos devuelve un pasado que, como todo tiempo, solo fue mejor o peor en dependencia de los acontecimientos que los signaron. El pasado deviene utopía.
No voy a escribir más sobre lo mismo, sino de la necesidad de tirar para la cuneta eso más que tantísimo indigna a la población, independientemente del vendaval que vivimos.