Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Razón y camino en un alegato

Autor:

Odalis Riquenes Cutiño

Entre las nueve de la mañana y la 1:20 de la tarde del 16 de octubre de 1953, toda la fuerza, enorme y desgarradora de los hechos del 26 de julio de aquel mismo año, y la proyección creadora sobre el futuro que avizoraba, hicieron vibrar la pequeña salita de enfermeras del santiaguero hospital Saturnino Lora, donde el líder de la acción pronunció su discurso de autodefensa, que hasta hoy es raíz y razón de un pueblo en Revolución.

En aquella mañana de subterfugios y bayonetas, el abogado de 27 años al frente de aquel grupo de jóvenes que había tenido la osadía de asaltar la segunda fortaleza militar del país, refrendó con ideas el camino ya sedimentado con sangre y con sus palabras delineó el sueño de la Cuba digna y justa a la que aspiraba aquella generación.

Han dicho los pocos testigos del hecho que entró firme y sudoroso, gallardo en su traje azul, con un pequeño Código de Defensa Social de bolsillo en sus manos, como única guía.

El juicio de la Causa 37 contra los acusados que  tomaron parte en el histórico ataque había tenido su primera vista el lunes 21 de septiembre, en el Palacio de Justicia de Santiago de Cuba; mas Fidel Castro, en su condición de principal encartado, al presentarse en las dos sesiones iniciales había cambiado la connotación del proceso.

Primero, sus manos esposadas en alto dejaron claro que no toleraría ninguna arbitrariedad; luego, como abogado, anunció que haría uso de su derecho a la autodefensa, y desde ese rol interrogó, argumentó, y su decir impetuoso hizo añicos todas las patrañas de la tiranía.

«Nadie debe preocuparse de que lo acusen de ser autor intelectual de la Revolución, porque el único autor intelectual del Moncada es José Martí, el Apóstol de nuestra independencia», ripostó. Sus palabras provocaron conmoción y el miedo de la tiranía que optó por retirarlo de la sala.

Se dio, incluso, la orden de asesinarlo, pero como todas las maniobras para evitar que concurriera a las sesiones siguientes fracasaron, el 16 de octubre, casi en secreto, fue llevado a la salita de enfermeras del hospital civil Saturnino Lora, para realizar la sesión final de un juicio que los entendidos definen como el más trascendente de la historia republicana.

Una veintena de personas tuvo acceso a la estrecha habitación fuertemente custodiada por soldados con fusiles y bayonetas y un contingente armado en el exterior, entre ellos  los acusados Abelardo Crespo,  herido, en una camilla, y el obrero ferroviario Gerardo Poll, que nada tenía que ver en los hechos.

Entre vitrinas con esqueletos y libros, durante dos horas, el verbo viril y la hondura de pensamiento de Fidel Castro, con serenidad y coherencias nunca antes vistas, definieron el alcance de la Revolución que se había emprendido, y legaron para la posteridad, más que un alegato de autodefensa, un programa de lucha que el mundo conocería luego como La historia me absolverá.

Sabía que su sentencia estaba prefabricada, por eso Fidel se convirtió de acusado en acusador, y  denunció con energía las mentiras y los crímenes contra sus compañeros asesinados; puso al desnudo la inconstitucionalidad del Gobierno batistiano y argumentó el derecho del pueblo a rebelarse contra ese oprobio.

Con crudeza retrató los males económicos, políticos y sociales de la Cuba de entonces: la tierra, la industrialización, la vivienda,  el desempleo, la educación,  la salud, y  esbozó también el camino para solucionarlos, lo que luego sería el Programa del Moncada y de la Revolución Socialista.

Habló —con claridad y sin miedo— en nombre del pueblo. «Entendemos por pueblo, acotó, la gran masa irredenta, (…) que anhela una patria mejor y más digna y más justa; (…) y está dispuesta a dar para lograrlo, (…) hasta la última gota de sangre…»,dijo, y definió el camino de la Revolución como una promesa de realización colectiva.

De pie, erguido y sereno, escuchó la sanción de 15 años de prisión, decidida en unos pocos minutos, pues antes había ratificado: «Sé que la cárcel será dura como no la ha sido nunca para nadie,(…) pero no la temo, (…) Condenadme, no importa, la historia me absolverá».

La tiranía pensó que así sepultaría sus ideas; pero aquel vehemente discurso, reconstruido por el propio Fidel en la cárcel, y luego impreso y distribuido clandestinamente por sus compañeras Haydée Santamaría y Melba Hernández, se convirtió en la base programática del proyecto político y social que hasta hoy sostiene la Revolución cubana.

A 71 años de que la voz de los humildes se escuchara en la salita de enfermeras del Lora, La historia me absolverá es guía y principio de conducta de un Gobierno que desde de enero de 1959 llevó al poder al pueblo; raíz y camino; razón de futuro y arma para defender ideales.

 

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