Históricamente, emigrar ha sido un acto absolutamente normal del ser humano. Abandonar el lugar donde uno nació y mudarse para otro, siempre ha sido algo que la raza humana ha hecho en busca de nuevas formas de vida, mejores oportunidades y mayor prosperidad. Nadie emigra para vivir peor.
Bolsa negra que se hincha. Mercado negro que se expande. Economía subterránea que ya no se esconde mucho y trasvasa conductos de la economía cubana. «Por la izquierda», como se le dice callejeramente, para calificar lo que, de origen dudoso, se vende y se compra como pan caliente fuera de los circuitos legales. Nunca antes la izquierda había sido tan vilipendiada…
Hay comunidades rurales del país que parecerían estar en tierra de nadie, sujetas a la voluntad de los «elementos». Un guajiro que conocí por estos días en las sabanas del Camagüey lo grafica con purísima gracia criolla: A estas «burunelas» ya no pueden entrar ni los rayos…
Para hacer honor a toda la verdad, esta es la historia de Minga y Claudia. Porque yo estaba allí. Y hasta confieso que influí un poco en el desenlace. Pero nada hubiese sido posible —como dicen en todo agradecimiento que se respete— sin la llegada de Claudia. Y la irrupción de Minga, por supuesto.
Resulta casi imposible aprobar por unanimidad una idea surgida en un grupo. Tantos intereses, diferencias de pensamiento y edades provocan una división natural de criterios. Es un proceso común.
En los recuerdos más queridos de mi niñez están las vacaciones en la playa de Guanabo, y estoy segura de que para muchos cubanos esta tiene igual significado. Y es que no era solo arena y mar, eran también los conocidos «caballitos», el cine con sus matinés infantiles, el pequeño teatro, la amplia gastronomía y las casas y moteles de alquiler.
Desde hace días tengo una deuda con Edmundo de Amicis. Cargo sobre mí un débito inmenso, palpitante, reparador. Aún busco entre letras el latido justo con que vindicar un libro maestro —porque instruye y fragua—, o un libro médico —porque salva—, cuyo título se me ha hecho sueño, queja, susto, pesadilla y profecía al mismo tiempo. Siento que le debo al escritor, le debo al libro, a su título, a los que enseñan, a los que salvan.
Por fin y por ahora, las aguas han cogido su nivel en la localidad de Ferguson, en los suburbios de la ciudad de St. Louis (Missouri), y subrayo por ahora ya que, aunque hay calma después de la tormenta, eso no quiere decir que la tempestad se alejó del lugar. Solamente se ha aplacado, aunque siguen imperando buenas condiciones como para que vuelva, incluso, con más violencia.
Un artículo publicado hace dos semanas en esta propia página de Juventud Rebelde ha suscitado un extenso debate. Numerosos lectores respaldan su visión crítica de los intelectuales, mientras escritores y reconocidos cineastas toman la palabra a través del correo electrónico. Tanta ebullición bajo el implacable sol de agosto me impulsa a terciar en la polémica.
Mi esposa es asidua oyente de Radio Enciclopedia desde hace años. Siempre la tiene sintonizada en los cinco radios de la casa —contando los que son radio-radio, más dos equipos de música que vienen con radio incorporado—, pero últimamente también en el del teléfono celular.