El hábito del buchito de café nos viene de la Revolución haitiana, la primera verdaderamente emancipadora de este lado del Atlántico. Antes, se tomaba chocolate. El acontecimiento ocurrido en la vecina isla tuvo repercusiones de gran alcance en nuestro devenir histórico. Muchos colonos franceses buscaron refugio en Cuba. Algunos trajeron parte de sus antiguos esclavos. Desarrollaron el cultivo del café y fueron portadores también de una cultura de cierto refinamiento.
Ninguna necesidad de explayarse con mil palabras cuando solo tres lo definen cabalmente: el agua es vida. Consecuentemente, sin su existencia todavia estuviera por surgir la Humanidad.
¿Cuándo encontré a Italia por primera vez? ¿En la increíble aventura de Pinocho, el «buratino», el libro que mi madre puso en mis manos? ¿O acaso en la historia del pequeño paduano que arrojó las monedas, que no aceptó limosna de los que criticaban a su patria? ¿Fue la obra de Collodi, o fue Corazón,de Edmundo De Amicis?
Mirando las imágenes de los europeos en los balcones, leyendo sus publicaciones, las alternativas que han encontrado para ayudarse sicológicamente —y también haciéndoles las compras y prestando auxilio a los más ancianos—, la música que conmueve desde sus ventanas, la cifra de sus muertos… pienso en la capacidad humana del amor, que tantas veces creímos desfallecida, o al borde de la extinción.
Si hiciera falta un ejemplo para atrapar la virtud cardinal de nuestra Revolución hacia un necesitado en algún punto geográfico de este mundo convulso, bastaría con proclamar a pecho y corazón desbordantes la solidaridad.
Lejos estaban de imaginar los fundadores de la Unión de Jóvenes Comunistas, en aquel 1962 de amenazas nucleares, milicias y sueños de progreso, que casi 60 años más tarde el futuro de la organización y el socialismo cubano estaría relacionado con un mundo intangible y virtual llamado Internet.
No escribo en primera persona por vanidad. Es por la convicción profunda de no ser portadora de toda la verdad. Aspiro apenas a transmitir una experiencia de vida acumulada a través de un largo tránsito de años, movida siempre por una necesidad de entender que me seguirá acompañando hasta el último aliento. A diferencia de otros, que recibieron el regalo de la identidad al llegar al mundo, por haber nacido en otras tierras tuve que conquistarla. Me fue entrando por los poros, junto al idioma hasta entonces desconocido, en el barrio, en la escuela, en el entorno de mi padre, caracterizado por la voluntad común de hacer un país mediante la solitaria tarea de creación y el incesante debate sobre asuntos de la sociedad y de la política. Con el andar del tiempo, recorrí el devenir de nuestra historia, me acerqué al estudio de las artes y las letras. Había acumulado información, pero me faltaba mucho por descubrir.
Todo parecía perdido. Todo parecía hundirse y que diez años de lucha, repletos de sacrificios terribles, se convertirían al final en un impulso sin sentido. Semanas antes de aquel marzo de 1878 se había firmado la capitulación, suavizada con el nombre de pacto, en una finca del Camagüey llamada Zanjón.
Esas manos nuestras, vitales para la existencia, son las mismas que pueden ocasionarnos, silenciosamente, sin la más mínima señal, una enfermedad que puede terminar en el nunca jamás.
El gran final de la novela Entrega fue, definitivamente, un gran comienzo. Una necesidad social. Un impulso indispensable a enlazar nuestras raíces con el presente y el futuro. Fue una inyección de sensibilidad, humanismo y cubanía.