El miércoles casi asomaba sus pestañas cuando el chofer detuvo el ómnibus en el servicentro Jayamá, en las afueras de la hermosa ciudad de Camagüey. Por suerte, había combustible para reabastecer la guagua que, desde Bayamo, se dirigía a la capital cubana. «Diez minutos», dijo el conductor.
Varios pasajeros bajaron mientras en un lateral del establecimiento ocho muchachos y una muchacha oían una música que parecía deleitarlos. Los compases salían a modo de estruendo del bafle móvil, algo que pareció no asombrar a los viajeros, quizá porque lo ruidoso, tan repetido ya, ha comenzado a mirarse como «normal» en nuestros predios.
Pero, más allá del estrépito de aquella discoteca rodante —de seguro censurable—, lo que en realidad llamó la atención fue el bombardeo de letras soeces, ejecutado en pocos segundos. El «administrador» de la bocina brincaba de un número musical a otro y cada fragmento que amplificaba iba acompañado de una sarta de palabrotas impublicables aquí.
De momento, detuvo el gatillo, digo, el dedo en el equipo y salió un increíble estribillo: «Las mujeres con las t... afuera» (se repetía hasta diez veces). «Y los hombres con la p.... afuera» (se repetía n veces con otras vulgaridades intercaladas).
Varios de los chicos corearon aquella ¿salsa? con alegría, incluso después del final. Tal vez por eso un empleado del servicentro los conminó a cambiar de música. A la sazón, se levantaron de la acera y, mientras cruzaban la Carretera Central para dirigirse a una parada cercana, dejaron ver sus felices rostros: ninguno debía sobrepasar los 15 años.
En el nuevo local siguieron escuchando licenciosamente otros ritmos tan «libres» como los primeros. «Deberían quitarles ese equipo», murmuró un pasajero. «Ya esto es lo último, aquí van niños y niñas», señaló otro. «¿Esos muchachos no tendrán clases dentro de unas horas»?, inquirió un tercero.
Algunos, acaso, se preguntarían dónde estaba el batón celador de los progenitores de esas criaturas que todavía no conocen los laberintos del mundo y ya gozan de un libertinaje desmedido y discutible.
Si los padres no saben qué consumen sus hijos, con quién andan, a qué hora duermen... ni hablar, por más que mencionemos a la escuela o los mensajes en los medios de comunicación, incluso el empleo educativo de las redes sociales. El hogar siempre será punto de partida.
¿Vendrá ahora, luego de la «tolerancia» al escándalo en disímiles lugares, una avalancha de letras más groseras de las que ya pululan por la calle? Tal interrogante sería valiosa para un análisis por encima del que se generó en la guagua, camino a la ciudad de 500 años.
En ese debate varios decían, con razón y pesar, que la escena del servicentro camagüeyano no es la única que golpea nuestros sueños cósmicos de educación y civismo. Con esa verdad a cuestas deberíamos preguntarnos por enésima ocasión si estamos haciendo bien la tarea de «educar las apetencias», como nos sugirió hace mucho Cintio Vitier.
O si, después de tanta persuasión, no hemos sabido combinarla con métodos coercitivos, que han dado sus frutos en otras geografías.
En el fondo —y hasta en la superficie— no se trata de emprenderla con esos casi niños, que sin dudas copiaron tan horrible música de personas maduras. Se trata de todo lo que subyace en esta anécdota, reflejo de la «incultura en las formas del vivir», un mal contemporáneo que no debemos acatar con pasividad, como señaló el propio Cintio.
De manera que cuando surjan episodios como el vivido en Camagüey, por esporádicos que se les antojen a algunos, tendremos que seguir escribiendo, meditando, sugiriendo... aun soñando con una educación elevada en todos los campos y calles de Cuba.