Cuando comenzaron las ráfagas de Laura, Osmar temió lo peor. Una ventana se abrió estrepitosamente y hubo un grito, más de uno. No era para menos: el recuerdo del huracán Sandy, aquel fatídico octubre de 2012, todavía es un latigazo para cualquier santiaguero. Entonces, cuando todo comenzó a volar, él tuvo que guarecerse bajo la meseta de la cocina; mientras su tía intentaba conjurar el viento con sus rezos.
El inmueble quedó maltrecho y necesitó una seria reconstrucción que cambió parte de su techo de tejas francesas por una cubierta sólida. Eso, cuidando que su fachada y portal quedaran intactos, que su estructura no se alterara demasiado.
Esta es una casa con historia. Alzada en una elevación dominante, rodeada del verde intenso del paisaje y con una lira en el dintel. Fue residencia de José Joaquín Tejada (1867-1943), «el pintor nuevo de Cuba», al decir de José Martí. Era conocida por La Balbina, por Doña Balbina Revilla de Tejada ―madre del artista―, y como tal aparece mencionada en las Crónicas de Emilio Bacardí.
Esta es justamente la casa que habita Osmar Oliva Crespo, profesor de la Universidad de Oriente. Él abrió las puertas generosas de su hogar ―como tantas veces― a familiares y vecinos, ante el peligro de la tormenta tropical Laura. La trayectoria no dejaba lugar a las dudas. El cono dibujaba estas tierras, otra vez. Muchos tocaron a su puerta y todos fueron bienvenidos.
Aquí, en 2020, se sigue pintando el hermoso lienzo de la solidaridad.
Una decena de personas se acomodaron en cuartos, cocina, saleta… para recibir a Laura. Ellos, y sus bienes más preciados, acarreados desde temprano. Estamos en el poblado de Boniato, en las afueras de Santiago de Cuba, a oscuras.
«Nos sentimos protegidos y seguros», comenta Miriam Margarita Otero Ochoa (Mirita), una de las evacuadas; mientras dobla con cariño la ropa de su pequeño hijo. Su casa colapsó cuando el huracán Sandy. Esta no es una noche de tertulia.
Sobreviene la lluvia. Arrecia. No tendrá la categoría de huracán, pero cuando llegan las rachas de viento es inevitable la memoria, la inquietud. Todos se miran, esperan. Todos, hasta que llega el alba.
A Osmar lo sorprendo despejando el patio de unas ramas quebradas. Aunque las plantas son su pasión, se alegra, porque Laura no logró más que eso, al menos por aquí. ¿Por qué lo haces?, indago. Clava el machete en el tronco y me devuelve la interrogante: «¿Cómo decirles que no? ¿Cómo dejarlos afuera, si puedo brindar mi ayuda?».
Soy testigo. Es mi deber testimoniar, poner rostro a la mano tendida que los cubanos practicamos tantas veces, desde el barrio. Como un deber humano, como un gesto natural, sin demasiadas palabras. Después de todo, la mirada serena con que reciben la mañana una decena de personas, vivir el día después, vale más que un discurso.
(Tomado de Cubaperiodistas)