«No va a pasar nada», me dijo mi vecina cuando le comenté el tema del artículo. Está abrumada del ruido impuesto y de las quejas desoídas.
El 7 de julio de 2013, el Presidente cubano Raúl Castro, en su discurso de clausura ante la Asamblea Nacional del Poder Popular, abordó algunos de esos aspectos: «Se ha afectado la percepción respecto al deber ciudadano ante lo mal hecho y se tolera como algo natural botar desechos en la vía (…) ingerir bebidas alcohólicas en lugares públicos inapropiados (…) el irrespeto al derecho de los vecinos no se enfrenta, florece la música alta que perjudica el descanso de las personas…».
¿Qué hemos hecho al respecto?
El tema de la música devenida ruido, por ejemplo, es ya una epidemia nacional. No exagero. En el afán de ofrecer opciones de diversión asequibles a nuestros menguados bolsillos, en más de una localidad de nuestro país —lamentablemente— se han torcido los caminos. Algunos han confundido bocina con cultura, algarabía con alegría, sábado con «todo está permitido». Música en cualquier sitio, a cualquier hora y a cualquier volumen, lo mismo en entidades estatales que particulares, lo mismo puertas adentro que en la calle.
El espíritu de la cultura es una flama. Su carnavalización, un veneno.
No se quiera endilgar como «del gusto popular» aquello que deviene francamente de improvisaciones irresponsables, que como diría alguna vez Alfredo Guevara, son hijas de «la falta de diseño». Ante tanto dejar hacer, parecería que mecanismos e instituciones de nuestra sociedad se hallan aletargados, ajenos, incapaces de evaluar la magnitud que ha cobrado el fenómeno. O lo peor: ¿se han acostumbrado? ¿Están exhaustos?
Resulta increíble que, a estas alturas, pueda evaluarse el problema como «algo menor». Es preocupante que más de uno actúe como si un momento de diversión excusara todo, sin que importara demasiado nada más ni nadie más. No hablo solo de lo obvio: la contaminación acústica que genera malestares físicos y sicológicos, sino del daño que tales prácticas causan a nuestra sociedad en un orden profundo y que generan preguntas inevitables:
¿Qué apetencias estamos sembrando? ¿Qué modelo de respeto hacia las leyes y hacia el prójimo estamos entronizando? ¿Qué actitudes estamos alentando? ¿Qué ganaremos con semejante permisibilidad? ¿Quiénes lo permiten? ¿Quiénes se benefician de esta?
La práctica ha demostrado que cada vez que a un problema se le da largas, la bola de nieve se convierte en avalancha. Una sociedad construida con tanto heroísmo no puede permitírselo en modo alguno. Somos un pueblo que mira a los ojos, que ofrece su mano amiga. Un pueblo musical, divertido, extrovertido. Eso nos enorgullece, pero ¿desde cuando las indisciplinas forman parte de nuestro ser, de nuestra idiosincracia, de nuestra identidad?
Hay que cerrar puertas a populismos e iniciativas facilistas que no lleven aparejadas respeto y control, que resulten incapaces de mirar un poco más allá. Sabido es que los excesos sin contraparte son caldo de cultivo del desorden, el oportunismo, las actitudes marginales y la violencia.
No seremos una sociedad de la abundancia, pero sí una sociedad instruida. Cierto es que combatir esas conductas nocivas requiere del concurso concertado de la familia, la escuela, la cultura, los medios de comunicación masiva, los agentes del orden, el cuerpo de inspectores y las autoridades locales; pero en esa generalidad no puede perderse la cuota de responsabilidad —diferente e inexcusable— que a cada uno le toca. Urge una sacudida. La conciencia ciudadana necesita respaldo y estímulos claros.
Mi abuela siempre decía que para obtener resultados diferentes no se puede seguir haciendo lo mismo. Es hora de no seguir pasando de largo. Espero que mi vecina no tenga razón.