Me dijo que no tres veces, pero a la cuarta fue la vencida. Toqué un domingo a su puerta, con arrestos, con carácter. Su padre fue mi talismán, y una mirada. Ese domingo traspasé el umbral de su casa… y nunca más he podido salir.
Como poeta escogido, Regino E. Boti (1878-1958) definió a Guantánamo en unos trazos: «Aldea, mi aldea, / mi natal aldea… / Amo tu parquedad catalana / y tus calles rectas». El tiempo lo ha sancionado como símbolo de la ciudad, tanto como la escultura La Fama, que corona el Palacio Salcines.
Con unos versos, calibró el espíritu de la creación. El poema Luz es una filosofía de vida: «Yo tallo mi diamante, / yo soy mi diamante. / Mientras otros gritan / yo enmudezco, yo corto, yo tallo; / hago arte en silencio».
Como una clarinada, como una sombra, esa sensación de aldea, ese diamantino silencio ha acompañado a Guantánamo en los años siguientes.
Regino E. Boti con Arabescos mentales (1913) devolvió el abolengo a las letras cubanas tras la muerte de Casal y Martí. Su libro El mar y montaña (1921) lo convirtió en un clásico.
Junto a José Manuel Poveda (1888-1926) y el tantas veces olvidado Agustín Acosta (1886-1979), formó el triunvirato de vanguardia de la literatura cubana en las primeras décadas de la República. El narrador y ensayista José M. Fernández Pequeño, ha dicho que Boti «es el más universal provinciano de nuestra literatura».
Poco a poco, el imberbe periodista y la abogada, la albacea, la hija del poeta, la tremenda Florentina Regis Boti León (1928-2005) se convirtieron en amigos. Hablamos de lo humano y lo divino. Guantánamo me nació allí, desde su mecedora, desde sus fundaciones. Nunca ha sido igual después que ella se fue.
Principios de los 90. Cumplía mi servicio social en el oriente del Oriente. Fue un tiempo duro, durísimo: un bombillo encendido era noticia; cuatro ruedas, una excentricidad y una hamburguesa, la bendición. La poesía, sin embargo, me tiró su escala.
Una mañana escuché vocear el periódico Venceremos con la entrevista que durante semanas había bordado: «¡Mira… mira lo que dice la hija de Boti… entérate!». Es difícil repetir una emoción como aquella, con algo de ingenuidad, de surrealismo.
Una tarde, Florentina me abrió el armario donde había seleccionado con una meticulosidad, con un cuidado impresionante, la obra dispersa de su padre. Sin ordenador, sin software, hizo durante años una impecable labor de catalogación y rescate que su hijo Regino Gaudencio Rodríguez Boti, en otras circunstancias, ha continuado.
Me permitió ver algunas cartas del autor con José Manuel Poveda, Nicolás Guillén y Juan Marinello. Me asomé a lo que había soñado y a lo que había criticado Regino E. Boti, de su puño y letra. Acuarelas. Objetos. Al final, me premió al obsequiarme una edición príncipe del poemario Kodak-Ensueño (1929).
La historia venía a mí, desnuda, virginal. «Soy una hija cumpliendo su deber sagrado. Quisiera tener otra vida para dedicársela… Solo el trabajo salva de la estupidez y la inercia», me dijo.
Cuando vio que detuve el aliento, puso en mis manos el poema inédito Otra hembra, que su padre le había dedicado: «A la tristeza de mis años / tú añades una alegría orbital / y eres de mi floración humana / la más tierna corola».
Empero, la corola pareció dejar toda su ternura cuando aquella asistente cubrió el extremo de un manuscrito de Boti con goma y se desgarró al arreglarlo. No me atrevo a repetir lo que escuché. Era celosa. Era terrible.
Le regalé una piedra para su colección, de la playa de Duaba, allí donde desembarcaron Antonio Maceo y el gallardo Flor. Le dediqué un poema que había nacido en mi eterno viajar entre Santiago y Guantánamo. Un poema para la hija de un poeta. Una osadía.
Florentina recubría su sensibilidad con cierto desparpajo, con una aridez espantadora; pero desde el primer día que tomé su mano, supe quién era. La cultura cubana le debe más de lo que se cree. Ella hizo el milagro: su padre fue naciéndole en los brazos.