Parece ser que el parque de mi adolescencia volverá a salir de las penumbras. Poco a poco, en un suceso discreto que para mí es todo un acontecimiento, una brigada ha estado colocando los tubos de hierro que sostendrán las luminarias.
Estoy hablando de uno de los parques más hermosamente diseñados de la capital. Está ubicado en la calle Manglar, en el mismo límite entre los municipios del Cerro y el de Centro Habana. Nació para reverenciar la amistad entre los pueblos de Cuba y Vietnam, y todos le conocen como el parque Nguyen Van Troi, el héroe y mártir que tan solo vivió 24 años, quien fuera ejecutado fascistamente, fusilado por defender la soberanía de su Patria.
El parque es tan lindo que ni los más grandes olvidos, ni los más duros desamores, ni siquiera la alevosía de los espíritus destructivos han podido doblegar la armonía alegre de las piedras rosadas, verdosas, pardas, dispuestas en caminos principales y que todavía dejan ver, a quien desee prestar atención, sus coloridas diferencias. De igual modo sobreviven los regios árboles de madera preciosa, algunos tan altos y frondosos como pocos en la ciudad; y los bancos curvos, generosos, hechos para meditar, leer, alimentar romances, sostener diálogos fundacionales, ver jugar a los niños, y tantas otras elecciones.
Cierta vez, hace no muchos años, el parque tuvo las bombillas más vistosas que recuerde. Eran enormes como grandes pelotas de playa, y daban una luz amarillenta, muy elegante. Pero no sé por qué pareciéramos enfrascarnos en que las cosas buenas duren poco. No sé por cuáles oscuras motivaciones que anidan en el fondo de ciertas voluntades, poco a poco aquellas lámparas fueron desapareciendo hasta que el parque quedó en penumbras, listo para ser, noche a noche, cobija para el pillaje y la perdición.
Lo cierto es que he sufrido esa furia vandálica como si las bombillas hubieran sido las de mi hogar, y siempre que puedo las evoco, porque ellas habían dado, como lunas de oro entre la majestuosidad de los árboles, un toque de ensueño a ese lugar de La Habana.
En todos estos años he lamentado una y otra vez que nunca más habría recursos para repetir la restauración, pues el país tan necesitado demanda otras restauraciones, y la nuestra no nos había durado nada, había sido la triste confirmación de que no sabemos cuidar.
Ahora, para sorpresa y alegría de esta romántica y de otros muchos, se abre paso un nuevo intento por dar al parque la luz que se merece. Es como poner claridad en espacios por los cuales hemos caminado llevando las noticias más alegres o más tristes; es como alumbrar recuerdos de atrevimientos, de poemas cómplices, de historias susurradas al amparo de una noche filosa de invierno.
Todavía no han puesto las luminarias, ni siquiera imagino qué forma tendrán, y ya temo por el próximo, el implacable, el cíclico golpe vandálico. Ese temor es mala señal, es angustia que me lleva a un callejón sin salida y que me hace parir innumerables preguntas: ¿pondrán las luminarias revestidas de redes de hierro para que perduren? ¿Acaso tendrán que enrejar el parque, ponerle custodios a quienes pedir permiso o pagar por atravesarlo?
Ese temor es una suerte de reflejo condicionado nacido de ver cómo en todos estos años de período especial que aún marca nuestras vidas, nos hemos ido desacostumbrando, descolgando de fortalezas como lo bello y lo elegante, del sorbo fresco para la autoestima, según el cual podemos hacer que el país marche rumbo al país soñado. ¿Acaso ha calado entre nosotros la absurda certeza de que no lograremos ir más allá del desorden, de lo maltrecho, de lo remendado, de lo sucio, de lo que no funciona? «No me parece…», como diría una prima que siempre tiene en su lenguaje lo más socorrido que van dejando ciertas rachas de moda. En verdad no me parece atinado pensar que mi parque está como enmarañado, muy lejos de lucir todo su esplendor por cuenta de una maldición del subdesarrollo.
Lo que sí me parece bueno es que todos los hijos de ese lugar —quienes le necesitamos y queremos, quienes le atravesamos al menos una vez desde el hilo de nuestra suerte— nos abramos con alma cómplice, de cuidadores, de centinelas, a las intenciones que buscan levantar, aunque a discreción, las alas tan encantadoras, traslúcidas y desgastadas de ese ángel que es la ciudad nuestra.