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¿Cuatro gatos a las urnas?

Autor:

Luis Luque Álvarez
«Su eurodiputado es su voz en Europa», reza un texto digital del Parlamento Europeo (PE), como si anunciara un delicioso chocolate. Y su voto (el del legislador, no el del chocolate) influye «en la comida que llega a su mesa, en el costo de su cesta de la compra, en la calidad del aire que respira o en la seguridad de los juguetes de sus hijos».

El parlamento Europeo en una sesión de trabajo. Conclusión: entre el 4 y el 7 de junio se elige a los diputados al PE, así que «¡vaya y asegure!». Es ese el mensaje que reciben 375 millones de ciudadanos de la Unión Europea (de un total de 500 millones), para que acudan a las urnas y, con su voto directo, conformen el nuevo Parlamento, realmente la única institución comunitaria de signo democrático, toda vez que el pópulo no decide la composición de las otras, como la Comisión Europea, verdadero poder ejecutivo de ese bloque.

El PE presenta de sí mismo una imagen atractiva, seductora para el votante al que, si algo no le quita el sueño en estas horas de desempleo y quiebra, es quién se sentará en su nombre —y con un sueldo algo mayor que el suyo— en Bruselas o en la francesa Estrasburgo. El Legislativo, pues, se ufana de que puede aprobar o desaprobar el presupuesto de la UE, aplicar sus leyes en contextos nacionales, y de que posee potestad para dar luz verde o rechazar la composición de la Comisión Europea. A ojos vista, no es poco, ¿no?

Para integrarlo, cada país dispone de una cuota de escaños, asignados proporcionalmente según su población (Chipre, seis; España, 50; Gran Bretaña, 72, etc.). Y los diputados, que ejercerán durante cinco años, se congregan según sus afinidades políticas (no por nacionalidades, sino por grupos: el de los socialistas, el de los conservadores, el de los ecologistas y de izquierda, etcétera).

Ahora bien, en la concreta, ¿qué tanto respeto merece el PE de parte de las otras instituciones de la UE? En esto hay algún que otro ejemplo feliz, como cuando el pasado año logró detener un intento del Consejo Europeo para aumentar la jornada laboral a 65 horas semanales, en perjuicio de las conquistas sociales de millones de trabajadores.

Sin embargo, también hay gorgojos en el arroz. El PE investigó la complicidad de varios países europeos en los vuelos de la CIA y su carga de torturados, pero no pudo penalizar a ningún gobierno implicado. Quedó como un policía sin talonario de multas, indefenso ante la burla de un conductor borracho. Y cuando, en otro momento, pidió a la Comisión Europea que exigiera a Estados Unidos explicaciones sobre las prácticas degradantes ejercidas en la prisión de la ilegal base naval de Guantánamo, aquella hizo como que no oía, y no pasó nada. ¡Nada! ¿No son acaso ejemplos de portazos en las narices de 375 millones de votantes?

Cuestiones como estas acaban por volver indiferentes a las personas. Y no es especulación: en abril, el Eurobarómetro reveló que solo un 34 por ciento de europeos se disponía a votar por el nuevo Parlamento. ¡Poco más que un tercio! Y la pregunta es: Si el Legislativo resulta electo con tan pobres números, ¿representará verdaderamente a la mayoría...?

A propósito, lo que traen las agencias de prensa en estos días de aguacero es, literalmente, un cubo de agua fría: de los eslovenos, solo el 30 por ciento piensa sufragar; de los checos, el 28 por ciento; de los eslovacos (los últimos que adoptaron el euro), ¡solo el 14 por ciento! Cuatro gatos, como quien dice... ¿Se confirmará el dato?

Y claro, más que los «valores europeos» y otros tópicos difusos, en el ánimo del votante pesará decididamente el desempleo, el decrecimiento económico, y el modo en que los políticos locales lidian con el asunto. En España el derechista Partido Popular espera sacar truchas del río, revuelto por cuatro millones de desempleados, y ya aventaja a los socialistas en las encuestas de intención. En Gran Bretaña, los laboristas (en el gobierno), pellizcados por el escándalo de pagos fraudulentos recibidos por unos cuantos de sus diputados, esperan una paliza de gran magnitud a manos de los conservadores; en Alemania, preocupa el avance de los denominados «votantes libres», que exigen someter a consulta popular todo tratado europeo; en Austria, socialdemócratas y conservadores retroceden en las preferencias y dejan paso a los neonazis. Y en Italia, bueno ¡allí gobierna Silvio Berlusconi!, capaz de decir cualquier tontería y meterse en escándalos, ¡y aun así su partido llevarse la mayoría de los «euroescaños»!

Ahora bien, habrá que ver si los ciudadanos optan por cambiarle en algo el signo a un Europarlamento hoy escorado a la derecha. Porque después, si el Tratado de Reforma de la UE resulta finalmente aprobado, el Legislativo obtendrá más facultades, mayor poder de decisión. Y no será lo mismo con la diestra que con la siniestra...

Observemos.

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