A mil leguas de distancia, cualquier corazón palpitaría al escuchar la voz, más acostumbrada al eco del recinto cerrado de la iglesia que a las concentraciones, esforzándose por llegar, movilizadora, a tanto campesino, a tanto hombre y mujer sin trabajo ni tierra, a tanto niño sin amparo: todos, fervorosos y esperanzados por primera vez en muchos años, ante el verbo de un mandatario que esta vez no promete, conmina a andar juntos por el bien del país.
No hubo más galas que las concernientes a la vida de ese hombre común que conforma la identidad paraguaya: concierto de arpas, las «africanas» batucadas, danzas indígenas, y un discurso hablado en dos lenguas por un mandatario que conoce bien su raíz. Por eso, cada frase fue dicha en español y en guaraní.
Así celebró el pueblo una asunción inédita allí, en Latinoamérica y en el mundo, que el Vaticano bendijo cuando entendió que Fernando Lugo hubiera dejado la práctica sacerdotal para cumplir los ruegos de ese pueblo que le pidió postularse, adivinando en él al enviado que Paraguay hacía rato le estaba pidiendo a Dios.
Fue un 15 de agosto grandioso que hace poco más de un año parecía solo una posibilidad, cuando tuve la oportunidad de conocer a Lugo gracias a la entrevista que, amable y modesto, concedió a esta reportera a propósito de su asistencia al Foro Hemisférico de Lucha contra los Tratados de Libre Comercio, en La Habana.
Al fin ha ocurrido lo que sugirió su hermana mientras le ayudaba a discernir en la encrucijada que se dibujó ante él cuando los hombres tocaron a su puerta el 17 de diciembre de 2006, y le mostraron las cien mil firmas que le solicitaban cambiar la palabra de fe, por la materialización de esa fe.
«Si ya has dedicado 30 años a la Iglesia, ¿por qué no dedicar cinco o diez años al país?», le había dicho ella. Y en efecto: la catedral del presidente Fernando Lugo es ahora la patria entera.
El voto que lo ha llevado a la primera magistratura ratifica que una nueva historia se teje en Latinoamérica. Los pueblos siguen rompiendo la gastada matriz de malos gobernantes surgidos de una politiquería sin crédito.
«Presidente-obispo-soldado» ha llamado a Lugo su colega venezolano Hugo Chávez, quien al regreso de Asunción describe al nuevo mandatario con «el rostro grave y decidido; humilde: el de un hombre que, según uno va conociéndolo, lo va queriendo más».
La nación que renace es la misma que cinco años atrás visitó Fidel, invitado a los actos de asunción del hoy saliente Nicanor Duarte: un pueblo amoroso y solidario que le expresó su cariño y admiración, y muy distinto en la vida para quienes, de oídas, imaginábamos a Paraguay solo como el país de silencios obligados que había dejado la dictadura de Alfredo Stroessner, con sus rejas y torturas.
Gran ausente-presente en la juramentación de un gobierno que debe abrir las puertas a la justicia social, pensar en Fidel, en el símbolo que es y en Paraguay, hace evocar a alguien que, seguro muy a su pesar, tampoco ha estado.
Quién sabe qué otra historia inolvidable y real habrían inspirado los hechos a aquel ser pequeño y callado que recibió al líder de la Revolución Cubana en su casa, un hermoso día de agosto de 2003, y a quien todavía se le recuerda, emocionado y humilde, perdido en el abrazo que lo fundió con el invicto Comandante.
«Figura excepcional de las letras latinoamericanas y universales» y «amigo leal y entrañable de Cuba», escribió Fidel cuando conoció su pérdida...
Enfundado en su chaqueta de paño, evitando sin lograrlo ser el centro de la atención, es muy posible que Don Augusto encontraría ahora, también por primera vez, un motivo de alegría para esos hombres y mujeres sufridos de quienes nos contó tanto; los que esperan con Lugo el milagro y fueron, y son, el alma que anima el legado de Augusto Roa Bastos.