Cuando los presidentes de Estonia, Lituania, Letonia y Polonia volaron a Tiflis la pasada semana para ostentar sus coincidencias antirrusas con el presidente Mijaíl Saakashvili, en aquel acto en el que ondeaban banderas norteamericanas, uno de los oradores fue el mandatario ucraniano Víctor Yuschenko, de tendencia «proeuropea», según la calificación al uso en el argot de los medios periodísticos.
Como todos iban contra Rusia, Yuschenko no se iba a quedar atrás, y por un decreto, estableció que cualquier movimiento de los buques militares rusos estacionados en la ciudad ucraniana de Sebastopol, sede de la Flota Rusa del Mar Negro, debía ser notificado a Kiev con al menos 72 horas de antelación. Incluso, las naves que se habían fondeado ya frente a las costas georgianas corrían el riesgo de perder la autorización para regresar a puerto.
A las claras, esta sería una medida aplaudida por los aliados de Georgia y vendría siendo como otra estrellita en el expediente para poder agilizar la entrada a la OTAN. ¡Hombre! Si a los barcos rusos se les impide volver, y además, se les ofrece a los adversarios de Rusia la posibilidad de utilizar sistemas de radares en el oeste de Ucrania, que hasta ahora son operados de conjunto por expertos de Moscú y Kiev, ello significa para Washington y Bruselas poder tener más a la mano el control del Mar Negro, crucial en el tránsito de los recursos energéticos que provienen de antiguas repúblicas soviéticas.
Sin embargo, con el apuro, el presidente Yuschenko no ha reparado en que bloquear el acceso de los barcos rusos, además de que no ayuda a aplacar las tensiones —algo que está intentando hacer Francia al frente de la presidencia rotatoria de la Unión Europea—, se sale del contexto legal de un acuerdo firmado por Ucrania y Rusia en 1997, por el que Moscú tiene garantizada su presencia naval en Sebastopol hasta 2017.
Cabe explicar que el grueso de las naves de la Flota del Mar Negro pertenece a Moscú, que posee en usufructo buena parte de las instalaciones navales de ese sitio. El alquiler le cuesta unos 100 millones de dólares anuales, pero se deducen de la deuda energética de Kiev con el gigante euroasiático.
Precisamente en este detalle se advierte uno de los contrasentidos del gobierno de Yuschenko, al no tomar en cuenta la dependencia de su país de los combustibles rusos. Ya en enero de 2006, al no llegar a un acuerdo sobre los precios —que Ucrania, lógicamente, pretendía que siguieran bajos—, el país sufrió un corte en los suministros. ¡Y en Europa occidental se lo sintieron, pues las tuberías son las mismas...! ¿Vale la pena entonces, cuando no se tiene la razón (porque fue Georgia la agresora), andar atizando fuegos que, al final, incendiarán la casa propia?
Por otra parte, la idea de Yuschenko puede llevarlo a hacer el ridículo, porque ¿qué método efectivo podría emplear para detener la entrada de barcos rusos a Sebastopol, como no sea arriesgando una ampliación del conflicto? Nada más se dio a conocer el decreto, el almirante ruso Vladímir Komoyédov, ex Comandante de la Flota del Mar Negro, recordó que ese cuerpo no está subordinado al presidente de Ucrania ni debe acatar sus decisiones.
De todos modos, para evitarse desencuentros como estos, ya Rusia prepara una base naval en sus propias costas del Mar Negro, en la localidad de Novorossik, que debe quedar lista para 2012. Y claro, sin ingenuidades, habría que añadir que si las eventuales conversaciones sobre el estatus futuro de Osetia del Sur y Abjasia traen el resultado de que sus ciudadanos —mayoritariamente rusos— desean la separación de Georgia y la integración de ambos territorios en Rusia, pues Moscú podría disponer igualmente de las costas abjasas para dar cobijo a su flota. Y acrecentaría su influencia en la región.
Ese escenario, no obstante, aún es algo nebuloso. Por ahora, solo se necesita bajar un poco los tonos...