De tarde en tarde, Galeano y yo nos tomamos un cafecito.
Dicho esto así parecería que soy un tipo importante, que nos citamos en cualquier café de Buenos Aires o de París «con aguacero», para comentar, entre sorbo y humo, los grilletes cotidianos que nos atan a la vida; esas palabras que son el vino de nosotros mismos, como escribiera él una vez.
Nada de eso. El uruguayo no sabe ni que yo existo, incluso que le regalé una vez, desde esta misma columna, el Nobel que le han escatimado las grandes maquinarias. Pero me confieso enamorado de esa «güija» con que ensarta las palabras, para mejorarnos por dentro, que es la única manera de que podamos sacar afuera esa pequeña lucecita que llevamos escondida.
De manera que, de tarde en tarde y frente a una taza de café, él me da uno de esos «abrazos» contenidos en su pequeño libro; humus de la sabiduría y de las angustias humanas; pequeñas inyecciones de inteligencia que se traducen en amor y compromiso con el prójimo, y que me calman las nostalgias y las ganas de mi isla. Son como esas minidosis de miel o de jaleas de fruta que, si bien no llenan el paladar, calman, al menos, las ansias por el dulce.
Desde siempre, escribir es virarse al revés como un bolsillo. Es no tener pudor para desnudarse frente a los demás y mostrar nuestro cerebro, o compartir nuestro mejor vino añejado en las barricas del alma con tonos de canela, vainilla o chocolate. Por ello, para quienes vivimos este sagrado oficio de curtir mieles ocultas, una simple hoja blanca de papel, frente a nosotros, resulta siempre un terrible compromiso, una provocación que no pide solo ganas, sino pasión.
Es esa cuartilla, como le llamamos en la jerga periodística, ese otro ser, sin el más mínimo atuendo ante nuestros ojos, ingenuo y lujurioso a la vez, que nos reta a comulgar con la verdad y a decirla de la manera más hermosa posible.
En tal sentido, «mi socio» Galeano cuenta que «A la casa de las palabras, soñó Elena Villagra, acudían los poetas. Las palabras, guardadas en viejos frascos, de cristal, esperaban a los poetas y se les ofrecían, locas de ganas de ser elegidas: ellas rogaban a los poetas que las miraran, que las olieran, que las tocaran, que las lamieran. Los poetas abrían los frascos, probaban las palabras con el dedo y entonces se relamían o fruncían la nariz. Los poetas andaban en busca de las palabras que no conocían, y también buscaban las palabras que conocían y habían perdido...».
Aquí el gran escritor, utilizando cierto erotismo descriptivo en su narración, nos quiere decir, a mi modo de ver, dos cosas: cuando utiliza la palabra «poeta» no se está refiriendo solo a esos mortales que ensartan versos y rimas, sino al zumo espiritual de quien escribe, en tanto las ideas compartidas con los demás tienen que ser hermosas y llevar como cabalgadura la verdad, además de redargüir, de sanar, enmendar, engrandecer, como mismo hizo nuestro poeta mayor José Martí.
Segundo, en esta guerra mediático-virtual tan intensa como las reales, sin otras armas que las computadoras y su misil de largo alcance que es Internet, han de saberse escoger bien las palabras, cual olorosas frutas maduras, y rescatar aquellas que pudieran parecer ya obsoletas (solidaridad, hermandad, compañerismo) y que, aún, son como el azahar; pequeñitas, mas impecablemente blancas y perfumadas si de compartir verdades se trata frente a tanta mentira, en lo que llamaría yo la urgencia de universalizar el deber humano.
Las palabras no pueden servir solo para azuzar, esconder lo bello, enfermar lo sano, romper lo intacto, porque entonces son como esas prostitutas que venden su cuerpo por puro placer. Esa puede ser una razón por la cual, cada día con más fuerza, la gente se vuelve a los grandes pensadores queriéndose asir, ante tanta agresión mediática, a frases dejadas, como gotas de sabiduría, que son bálsamo a las heridas de cada día.
Silvio, allá por el año 1969, montado sobre un barco y por inspiración y «conspiración» martiana, escribió una cuarteta que bien podría resumir esa angustia general del momento que vivimos quienes tenemos en la palabra la adarga al brazo para defender lo poco de humano que todavía nos queda en este mundo: «Qué duras son esas noches / en que queremos ser buenos / y hay que matar sollozando / y hay que morir sonriendo».