CARACAS.— De José Romero apenas sé que su nombre está marcado en una de las incontables cruces blancas que flanquean de un lado la vía y del otro el abismo en la meridense carretera transandina, también conocida como del páramo. Son miles, en toda Venezuela, las cruces, piedras, capillitas… que identifican a la vera de las arterias la trágica caída de un conductor, un ciclista o un caminante. Si se piensa bien, se erigen en las más serias advertencias del tránsito pero, paradójicamente, su abundancia, que debía reforzarla, pone en duda su efectividad como tales.
No se puede viajar a solas en este extenso país porque adondequiera que uno va parecen acompañarlo las memorias luctuosas que recuerdan los precios de la velocidad, el alcohol, el celular a destiempo y la imprudencia. Según afirman algunos, a menudo allá afuera acompañan al viajante entidades mucho más escalofriantes que la simple memoria.
Se trata de monumentos funerarios, pero no de tumbas, como suelen creer los forasteros. Sepultadas en cementerios normales, estas víctimas de la selva asfáltica exigen en el punto en que murieron —para no andar en pena, importunando— un sitio donde sus allegados, que levantan las obras con sus manos, les ayudan a prepararse para un «tránsito» a la paz del cielo que pudiera ser tan caótico como el tráfico en las avenidas de Caracas, que es mucho escribir.
No solo hay que levantarlas sino que hay que hacerlo rápidamente, no sea que llegue antes el Diablo, ese chofer apurado que no respeta el código de conducción vial… ni ningún otro.
Rosarios, estampas religiosas, velas que alumbren, flores, hierbas específicas y agua —porque en accidente se muere con sed, según sostiene la creencia popular— pueden hallarse indistintamente en las pequeñas capillas de carretera venezolanas que suelen estar rematadas por una pequeña cruz, especie de infalible escalera al cielo.
Son infinitas las interpretaciones que a cada caso pueden darles los reportes policiales, las versiones familiares, la lectura religiosa y el dictamen popular, que muchas veces termina en puros pasajes de lo real maravilloso americano establecido por Alejo Carpentier, el gran cubano que palpó pasajes de su concepto en una Venezuela muy querida por él.
Así, por ejemplo, en una capillita que entre Maracaibo y Mérida recuerda la caída al volante de un camio-nero, es frecuente ver a sus colegas llevarle ofrendas al difunto y pedirle protección.
Cierto estudio determinó que solo entre Lara y Zulia —unos 113 kilómetros de distancia— hay un centenar de estos pequeños mausoleos populares. Si se piensa en el país, la cifra de capillitas, cruces, monolitos… resulta impactante.
Cada vida, cada muerte, es una historia, así que estas tragedias han dejado marcas profundas en la oralidad venezolana. Se dice, por ejemplo, que en una vieja arteria de Caracas a La Guaira murió a manos de un conductor ebrio, a mitad del siglo pasado, una novia que iba justo a su boda.
Se llamaba María José Cárdenas y —según Mercedes Franco, que lo asentó en el libro Cuentos de la noche— los choferes actuales suelen verla en las noches, vestida de blanco, pedirles una cola, como dicen aquí a lo que en Cuba llamamos «botella».
La Novia de la Guaira solicita todavía un aventón para llegar, por fin, a su enlace. Se rumora que deja en los carros un dulce olor a jazmines y que siempre desaparece a la vista de una curva diciendo: «¡Ahí me maté!». Quién sabe —dirá más de uno— si a su alma solo le faltó una capillita.
La tradición sostiene que los choferes ebrios y los que no la recogen no tienen suerte con ella, pero que los prudentes llegan a su destino… con un ramo de flores en el asiento del pasajero.
Como el joven que, en La Guaira, quedó vestido de bodas, ¿cuántos novios o novias, cuántas madres y hermanos, cuántos hijos quedaron en espera perenne alrededor de estos muertos de contén?
Son las cosas que, en sus viajes por el país, rumiaba el cubano al ver aquellas tumbas que no lo eran y al buscar sin suerte un nombre a quien homenajear, hasta que en la carretera del páramo dio con el alma en cruz de José Romero, ese finado desconocido al que el cronista pudo al fin susurrarle la oración humilde del ateo que solo persigue pedirle disculpas por tanto apuro, por no detenerse a indagar su historia, por no haberlo salvado.
Todos los José Romero que en Venezuela y el mundo terminaron como marca de dolor al lado de una carretera merecen que interrumpamos nuestra marcha de ciega posmodernidad en un vehículo de no sé cuántos caballos de apuro y les deseemos que tengan un viaje apacible, adondequiera que se dirijan esta vez.