Las series televisivas, cuyo impacto en los imaginarios privados y colectivos es innegable, ocupan la mayor parte del tiempo libre de los cubanos. Se impone razonar entonces sobre la banalidad que caracteriza a algunas de estas series, y también exponer sus valores, para tratar de explicar el éxito logrado en muchos países
Nunca he pensado que la televisión ni la crítica audiovisual debieran aspirar a resolver las posibles deformaciones del gusto mayoritario en un país, cuyo sistema de educación carece casi por completo de educación audiovisual. Sin embargo, estoy convencido de que estamos ante un problema que precisa reflexión honesta, y profunda, si en la pequeña pantalla de ese país también escasean los espacios críticos, más o menos orientadores, y la llamada parrilla de programación diaria se alimenta de los mismos llamados «paquetes» que están de moda.
Los niños, adolescentes y jóvenes cubanos están tan expuestos a ciertos riesgos que implica el megaconsumo audiovisual como cualquier otro habitante de este planeta con mínimo acceso a la revolución tecnológica que ha implicado Internet, la televisión global, y los oligopolios productores que controlan los patrones de gusto y de consumo. A pesar de los pesares, la Televisión cubana intenta sostener el interés educativo y cultural de la población, y es cierto que en los tales paquetes viene todo mezclado, lo mejor y lo peor, y aparecen en carpetas contiguas lo mismo que programa la Televisión y muchos otros productos eludidos por nuestras televisoras en virtud de consideraciones demasiado crípticas. Además, el filtro de nuestra Televisión a veces se tiñe de ingenuidad cuando se supone que la calidad o los vicios de algunos de estos productos se asocian con la nacionalidad, y por tanto las producciones sudcoreanas, brasileñas, de Bollywood o Hong Kong, resultan necesariamente menos deletéreas solo porque se las arreglaron para abrir cierta brecha en la hegemonía norteamericana.
Estamos abocados a comprender de una buena vez que el visionado de películas o teleseries se ha transformado en la principal actividad ocupante del tiempo libre de los cubanos, y por tanto las USB y los discos duros externos, e internos, tienen un impacto innegable sobre los imaginarios privados y colectivos, las representaciones sociales, y las identidades y sus diferencias. Se impone razonar entonces sobre la banalidad, enajenación y espíritu pernicioso que animan algunas de estas series, e incluso exponer también sus valores, el concepto del héroe y otros significados latentes, para tratar de explicarnos su éxito y la ascendencia que han logrado en muchos países, el nuestro incluido.
Hablando de nuevas tecnologías, el mundo entero parece adorar a Sheldon, el antisocial, neurótico y demasiado inteligente protagonista de Big Bang Theory. Sheldon es un nerd o más bien un geek (términos al uso para clasificar a quienes viven sumidos en labores intelectuales que los convierten en superdotados en temas de tecnología e informática), se muestra incapaz de interesarse por otra actividad social, física o deportiva más allá de la saga Estrella viajera (una buena parte de los chistes vinculados a estos filmes, y serie de televisión, pierden sentido en Cuba donde se vieron poco y mal) y de programas de televisión o películas relacionadas con el avance científico o la ciencia ficción. Entonces, los principales chistes de esta comedia de situaciones concebida al estilo de Friends, se dirigen a la inclusión de tales temas, como motivos dominantes, mientras se exalta por un lado, la excepcionalidad de Sheldon, y por otro lado, hay una evidente parodia de sus obsesiones, sociopatía y complejo de superioridad.
Según ha reconocido Jim Parsons —quien interpreta a Sheldon y está considerado uno de los actores más populares de la pantalla norteamericana en este momento— se identificó con el protagonista desde el primer capítulo, a pesar de que detestaba los parlamentos erizados de términos científicos, y la actitud de quienes han convertido la tecnología en el único conocimiento digno de atención en este mundo. Sin embargo, Parsons se dejó fascinar, al igual que millones de espectadores en el mundo entero, por la agudeza del personaje, su elocuencia, su capacidad para demarcar todo el tiempo el terreno de su conocimiento, en contraste con las serias deficiencias del personaje en cuanto a la interacción personal. Uno de los secretos del éxito de Big Bang Theory consiste en el respeto con que trata la cultura geek, y el modo en que se insertan estos códigos en la dinámica de un grupo de amigos con similares intereses a los de cualquier otro grupo del planeta Tierra.
Glee, en Cuba titulada El coro, también postula la construcción y aceptación de una identidad «rara» o alternativa. La serie se relaciona genéricamente con los tradicionales, y hasta cansones, pero necesarios, dramatizados sobre la vida al interior de una escuela secundaria o preuniversitaria. A este tipo de construcción dramática, erigida sobre el contraste entre estereotipos conductuales, se añade la esencia del musical, con una banda sonora que incluye versiones a memorables tonadas cuyos textos comentan y enriquecen el argumento. De modo que Glee viene a ser una suerte de musical sicológico y costumbrista, una combinación ciertamente novedosa.
Kurt Hummel, el protagonista de Glee, está interpretado por Chris Colfer, cuya biografía resulta parecida a la del personaje en tanto el actor reconoce haber padecido también abusos, discriminación y burlas por su voz de contratenor, la apariencia afeminada y la inclinación sexual. El éxito del personaje tiene que ver con una mezcla de arrogancia y vulnerabilidad (que algunos sicólogos opinan es típica de la adolescencia) y con la capacidad para distanciarse del esquema burlesco asentado por el homosexual ostentoso, carrocero, que presume de su inclinación como si fuera un premio que le regaló la vida. Kurt aparece casi siempre atormentado por las circunstancias, pero el personaje está trabajado desde una introspección que le permite reconocer (y que el espectador reconozca) su dignidad, talento e inteligencia más allá de su carácter de víctima.
En esta relación de nuevos héroes (impuestos por teleseries cuyos méritos han sido reconocidos tácitamente por los programadores de nuestra televisión, y suscritos por los sagaces distribuidores de paquetes audiovisuales), destaca Damon Salvatore en Diario de vampiros, que recupera la aureola entre romántica y sobrecogedora que acompaña a los muertos-vivientes desde la popularísima serie Crepúsculo y el Drácula coppoliano. Solo que Damon se aleja de la delicadeza amantísima para representar cierta desmedida inclinación a la voluptuosidad, y al sadismo humorístico, que logró seducir a millones de espectadores. En un capítulo Damon dice: «Los vampiros no podemos procrear, pero adoramos intentarlo», un aforismo promotor de cierto tipo de promiscuidad capacitada para emplear los métodos anticonceptivos.
El actor y modelo Ian Somerhalder asegura que con 31 años ya se considera a sí mismo un cínico, y luego se pregunta cuán escéptico y desencantado puede ser Damon con sus 168 años, y las decepciones amorosas y de todo tipo que ha padecido. Somerhalder fue elegido para el papel justo porque podía aportarle a la mitología vampírica mayor apelativo estético, y además le suministraba al chupasangre ese aire de marginalidad, hidalguía e inadaptación que tanto le sienta a la mayor parte de los superhéroes en la aventura fantástica contemporánea, el género que precisamente ha provisto al cine de sus últimos y mayores éxitos de taquilla, pasando por la nueva saga de Batman, Harry Potter y el Hombre de hierro.
Es de desear que el espectador cubano utilizara el paquete para localizar y disfrutar teleseries de cierto mérito e indudables valores, como las mencionadas. Tal vez simplemente trate de adelantarse a la transmisión lentísima de la telenovela brasileña, o en el mejor de los casos se apropie de excelentes filmes que brillan por su ausencia en las citas antes obligatorias del mejor cine como el Festival de cine francés organizado por la Cinemateca. También se sabe que estamos ante el riesgo de que el espectador consuma lo peor, pero ese riesgo ha existido siempre, solo que ahora se maximiza en tanto la Televisión y las salas de cine pierden cada vez más la primacía en el entretenimiento.
La competencia de la Televisión cubana forma parte de un sistema cultural que no ha renunciado a la generalización de valores éticos y estéticos, y para ello es preciso fomentar no solo la crítica y la información ilustrativa, sino la producción de teleseries donde se coloquen propuestas de interés generalizado. Conducta fue el último ejemplo memorable dentro de la voluntad por ofrecer paradigmas positivos, y atractivos, para el espectador. Pero filmes cubanos con tanto afán de positiva popularidad como Conducta o Habanastation no debieran ser la excepción, sino la regla. Sirven de poco las constantes carteleras que transmitimos si ninguna informa de qué va cada serie, los talentos y principales conceptos que implica cada una, y continúa abriéndose esa especie de vacío en cuanto al debate y la crítica sobre estos productos.
Debiera primar la coherencia y un criterio de responsabilidad y respeto a la hora de transmitir estas series, y acabar de despojarnos de ciertas censuras mojigatas (uno entre varios ejemplos es Esposas desesperadas) con el propósito de informar al televidente sobre qué temporada está viendo, algunos de sus valores y defectos (casi siempre a la vista incluso del público menos entrenado en labores críticas) y otros elementos que colaboren en su mejor comprensión. Se trata de proveer al espectador con algo que jamás va a suministrarle el paquete: elementos de juicio, información capaz de crear jerarquías artísticas, exaltación de valores culturales y estéticos, crítica vertical a lo banal, lo indigno, lo dañino y lo enajenante. Yo no veo otro camino.