Caminar por sus calles es atreverse a perder el rumbo. Su planificación en plato roto, hecha a pedazos, pone una callejuela aquí, otra allá, un boquete que en pocos metros muere en una pared… Bien decía mi profesor de Arquitectura: «Nunca manejes, siempre anda a pie en Sancti Spíritus».
No solo es por ese entretejido donde aún florecen piedras de río en largos fragmentos de calles —alegaba en sus clases—, sino por sus tejados y fachadas de puntal inmenso. Pasar debajo de sus aleros de otra forma es darle la espalda a un pasado casi intacto.
Pudiera ser esa estructura arquitectónica un capricho. Quizá sea Sancti Spíritus una ciudad hecha a antojos. A esta altura, aún desvela el porqué el adelantado Diego Velázquez clavó la cruz tierra adentro, alejada del mar, inusual hasta ese momento en sus planes de colonización.
Tropezó de frente con una población aborigen. En las entrañas de la tierra de Pueblo Viejo, sitio donde la brújula señala el primer asentamiento, ahogado hoy por la maleza, se resguarda el abrazo entre dos culturas. Hasta allí ha llegado la ciencia para revelar hallazgos que sostienen a la cuarta villa de Cuba.
Justo en esa pequeña elevación, con la presa Zaza a sus espaldas, recoge la historia que durante las fiestas cristianas de junio de 1514, posiblemente el día 4, fray Bartolomé de las Casas bendijo esas tierras vírgenes y exteriorizó el primer clamor escuchado en favor de los aborígenes.
En busca de mejores recursos naturales, en 1522 la villa se aferra al río Yayabo. Es el momento exacto en que nace una identidad. Aseguran desde entonces que al beber de sus aguas se corre el riesgo de no abandonarla.
Al poco tiempo se erigieron otros símbolos. Basta detener la vista desde la ladera derecha para toparse con un perfecto plano: puente de cinco arcos abovedados, único de su tipo en la Isla, el teatro Principal y la elegante Iglesia Parroquial Mayor, erguida en el mismísimo corazón, donde late lo más autóctono de la villa del Espíritu Santo.
A su izquierda, en el barrio de Jesús María, donde se conserva el aliento más puro de Sancti Spíritus, se sienten el cuero y las guitarras rajadas. Por sus recodos está la algarabía de los coros de clave que suben hasta el parque Santa Ana y empinan hasta el de La Caridad.
Andan también Rafael Gómez Mayea, «Teofilito», con su himno Pensamiento; Miguel Companioni con sus cantos a mujeres; Gerardo Echemendía Madrigal, Serapio y Raimundo Valle Pina, «Nené», a pasos de rumba y conga… Entona y baila una ciudad, y no se espera a julio para que el Santiago espirituano engalane calles y saque disfraces, o el Recinto ferial Delio Luna Echemendía convoque a las tradiciones ganaderas.
Esta urbe con nombre en latín se afinca recostada al verde-azul de la cordillera Guamuhaya, y gracias a Serafín Sánchez, Honorato del Castillo, Trinidad Lagomasino, se inició el camino hacia su liberación que luego se concretó en diciembre de 1958 y desde entonces grita a voz en cuello «Siga la marcha».
Vive ya 507 años y siempre ha sido igual: con paso parsimonioso y un arraigo que impide el acomodo del estremecimiento de las grandes urbes. Es así Sancti Spíritus, siempre jovial, con su gente criolla y multicolor, capaz de mirar y hablar de frente.