Ocurrió hace tiempo. Circulaba todavía por las calles de La Habana el ómnibus M7. Un chofer acudió al siquiatra. La sintomatología preocupante consistía en sentir un irresistible deseo de aplastar, como si fueran cucarachas, a los minúsculos polaquitos. Acrecentado su poder personal por la dimensión del vehículo a su cargo, la reafirmación machista, habitual en el vivir cotidiano, se manifestaba en términos de violencia.
La tradición cultural no constituye un legado homogéneo. Tiene diversidad de fuentes. Corrientes y contracorrientes se instauran en el devenir de la historia. Persisten como residuos duraderos en el inconsciente colectivo. El sustrato machista viene de muy lejos, a veces compartido por sus víctimas, las mujeres, vistas con frecuencia como objeto sexual, confinadas al desempeño de papeles secundarios, aunque imprescindibles. Sin que nos percatáramos de ello, el habla se contaminó de la expresión de esos valores. Las personas decentes acostumbraban a nombrar «mujeres públicas» a las prostitutas, lo que dejaba caer una mancha pecaminosa sobre la participación activa de la mujer en la sociedad. En los convites de las familias decentes, las mujeres se reunían para hablar asuntos concernientes a su sexo, las modas y el cuidado de los niños. Apartados, envueltos en el humo de sus tabacos, los hombres abordaban los temas serios de la política nacional e internacional.
Hay, sin embargo, otra tradición fundadora. Desde el primer grito de independencia numerosas mujeres se entregaron a la causa patriótica. Estuvieron en los campamentos mambises, transmitieron información útil a los combatientes, proveyeron recursos, entregaron hijos y esposos a la lucha, sufrieron con altivez y dignidad las penurias del exilio. Al llegar la República, comenzaron a organizarse para reivindicar sus derechos.
En comparación con otros países, el divorcio se legalizó en fecha temprana. Se eliminó el infamante calificativo de «naturales» a los hijos nacidos fuera de matrimonio. Se acrecentó la participación en la política nacional. Al impulsar el movimiento estudiantil en la segunda enseñanza y en la Universidad, Mella encontró entre ellas colaboradoras eficaces, algunas comprometidas definitivamente con la lucha por el socialismo. Fue el preludio del enfrentamiento contra la dictadura de Machado cuando conspiraron y desafiaron la represión en las calles. Obtuvieron el derecho al sufragio en 1934. Conocieron la cárcel y el exilio. Fueron dirigentes obreras.
Mucho queda por escribir sobre la presencia femenina en el batallar contra la dictadura de Batista. Involucradas algunas desde el asalto al Moncada, su acción las llevó a desafiar el régimen en la Sierra y en el llano a lo largo de todo el país. Sufrieron persecuciones, afrontaron vejámenes y torturas en manos de los esbirros.
Al hacerse cargo de la Federación de Mujeres Cubanas, Vilma tuvo clara conciencia de ese historial, a la vez que se informó acerca de las corrientes contemporáneas en ese campo, sin desentenderse de las prioridades impuestas por la realidad concreta del país. De inmediato, hubo que atender al rescate y la preparación de las más desamparadas, ofrecer a todas oportunidades laborales y promover su visibilidad en el espacio público. Pudimos disponer libremente de nuestro cuerpo en lo reproductivo y mediante el auspicio de la educación sexual con base científica. Quedaron atrás los días en que, abusadas por sus patronos, imposibilitadas de tener hijos que no podrían mantener, muchas, sometidas a bárbaros curetajes, morían por tétanos o por hemorragias incontenibles.
En otro ámbito, el tema del género ha tenido una amplia cobertura por parte de especialistas. El coloquio internacional consagrado a asunto tan importante en la contemporaneidad, cuando la derecha reivindica las más retrógradas concepciones, acaba de cumplir 30 años en la Casa de las Américas.
Agradecemos el homenaje que se nos rinde cada 8 de marzo. La emancipación humana pasa por la nuestra. En el plano de las ideas y en el de la conducta urge afrontar las manifestaciones machistas que brotan desde lo más profundo de una sombría tradición cultural e impregna zonas de nuestra cotidianidad. El otrora ingenioso piropo ha sido sustituido por expresiones de extrema procacidad. Las letras que acompañan algunos ritmos populares y se difunden en guaguas y en autos de alquiler tienen componentes del más primario sexismo, lesivas a nuestra dignidad. A veces sucede con la complicidad complaciente de muchas mujeres. Los fenómenos culturales que emergen de una tradición soterrada y tienen alcance social no se resuelven solo por decreto. Requieren de una bien diseñada estrategia que incluya la enseñanza y los medios de comunicación, que afiance paradigmas que reivindiquen nuestra historia, tanto en lo referente a nuestro actuar político, como en nuestras contribuciones al arte, a la literatura, a la ciencia. Lo hicimos cuando las circunstancias eran adversas. Lo hemos hecho mucho más en el último medio siglo, cuando la Revolución nos abrió las puertas al desempeño de las diversas profesiones, cuando nos hicimos milicianas, cuando hemos asumido calladamente, junto a las nuevas responsabilidades, la ardua tarea hogareña que todavía nos corresponde.