Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Roma

Autor:

Aileen Infante Vigil-Escalera

A más de 3 000 pies de altura, Roma apenas resulta un punto densamente poblado en la alargada geografía italiana. Entonces, si el descenso coincide con días invernales —como los que por ahora vuelven frías a sus populosas calles y avenidas—, se le ve resurgir pequeña, de pronto, entre las nubes.

Pero la impresión dura poco, porque desde que de la aeronave se distingue su moderno aeropuerto internacional Leonardo da Vinci (Roma-Fiumicino) la milenaria ciudad que en pocos días —el 21 de abril—, arribará a sus 2 772 años, atrapa con la magia y el misticismo que envuelven sus escasos 1 285 kilómetros de superficie (556,7 más que La Habana). Entonces la capital de Italia se descubre inmensa.

De que así fuera apreciada hoy se encargaron quienes decidieron fundarla en el lejano año 753 antes de nuestra era, y después, cuando manos de todas las edades y orígenes trabajaron para edificar en sus fértiles tierras el paradigma del arte, la arquitectura y la cultura antigua que aún se conserva para beneplácito de sus miles de visitantes diarios.

Para los que llegan cargados de ilusiones y para quienes constituyen guardianes permanentes de tan sagrado legado, todavía sorprenden, entre tantas maravillas, las minuciosamente esculpidas piedras que conformaron los foros romanos. Ante estos el alma se agita y los ojos se humedecen.

Tantos años de historias contadas y por imaginar sacuden. Y apreciar el escenario que conforman sus ruinas y suponer la vida que resguardaban, sobrecoge. Hay quien dice que allí, entre los fragmentos de sus calles, aún puede sentirse el eco de las carretas en su ir y venir de un extremo al otro de la urbe.

Esa misma impresión de existencia pausada en el tiempo causan las esculturas a la entrada de sus templos, unas veces en representación de dioses, de grandes figuras de la época, o simplemente frutos de la imaginación de sus creadores. De tan detalladas, pareciera que desbordarán la piedra y cobrarán vida para incorporarse a la rutina que por cientos de años distinguió esta civilización antigua.

Las obras de arte también pueden encontrarse custodiando las decenas de fontanas dispersas por la parte más antigua de Roma. Entonces, dicen, estas fuentes de abasto de agua, provenientes en su mayoría de ciudades cercanas, se edificaban en conmemoración a importantes gestas militares, a deidades de la cultura romana o por órdenes imperiales. Hoy, como en aquellos días, siguen ofreciendo el más refrescante panorama en las plazas públicas que muchas veces nuclean ya las que les dan nombre.

En aquellos espacios de concurrencia donde no se erige una fontana hay, por lo general, o un arco o un obelisco, dos símbolos representativos de la Roma antigua, heredados de las vecinas Grecia y Egipto. Cuentan que ambas estructuras fueron certeramente aceptadas y modificadas por los romanos, quienes les dieron una nueva dimensión simbólica.

Es así como ante los palacios importantes de la ciudad —hoy convertidos en sedes del Parlamento, el Gobierno y otras entidades representativas de la ciudadanía— se distingue un obelisco en representación del poder económico de quienes ordenaron su construcción. En la plaza de La Colonna, delante de la Cámara de Diputados, uno de estos detalla trazo por trazo la historia antigua de la urbe.

Al menos eso dicen quienes cada día recorren sus adoquinadas y estrechas calles, y quienes durante siglos estudiaron el legado de tan magnífica civilización y la dejaron plasmada en libros y folletos. Para quienes tenemos el privilegio de recorrer esos mismos escenarios, es difícil imaginar que tanto esplendor se recoja en una sola estructura, que tanta cultura quepa en una columna, que Roma toda esté allí.

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