«Las apariencias engañan», advierte con sabiduría un aforismo popular. Pero en ocasiones aciertan, agrego yo. Leí en alguna parte que el siquiatra y criminalista italiano Cesare Lombroso (1835-1909) era capaz de identificar a los bribones con solo mirarles el semblante. Debe de haberse equivocado más de una vez —¡pobres víctimas de sus pifias!—. Sin embargo, me encantaría creer que sus evaluaciones no siempre fallaban.
Los tiempos cambiaron, aunque no tanto como para dejar de apreciar en la cara —¡y en los ojos!— de ciertas personas su intención de maltratar al prójimo en virtud de su posición de poder. Sí, porque hay dependientes de unidades, choferes de ómnibus, recepcionistas de oficina o funcionarios de empresas que se sienten lo suficientemente poderosos como para echarles a perder el día a quienes recurran a sus servicios.
Hace algún tiempo fui con mi primogénita Sofía a una unidad gastronómica. «Buenas tardes, me trae dos refrescos, por favor», le pedí a la camarera. Mi saludo le entró por un oído y le salió por el otro. Tampoco se dignó dirigirnos ni siquiera una mirada. Al rato trajo los dos refrescos. «No tenemos vasos», nos espetó, lacónica y fríamente, como única explicación. Y con la misma, dio media vuelta y se alejó.
Cuando intentábamos tomarnos nuestros refrigerios a través de los molestos orificios de las laticas, llegaron tres personas y ocuparon una mesa próxima a la nuestra. Tan pronto la camarera se percató de que no eran «cubanos de Cuba», su cara se iluminó de alegría. Los saludó efusivamente, les entregó la carta con las ofertas y casi se les desmerenga delante. Ellos pidieron refrescos, y ella —zalamera, sonriente y solícita— se los trajo junto con… ¡cuatro vasos de cristal! Ahí fue cuando «armé changó», como decimos los cubanos: expuse vehemente mis derechos al mismo trato, reclamé con energía iguales vasos y los tuvo que traer. Por cierto, los visitantes me hicieron saber lo justo de mi reclamación.
En materia de cambio facial, algunas recepcionistas merecen una medalla olímpica. Llega uno hasta sus burós y las encuentra platicando animadamente con sus interlocutores. Pero basta con preguntarles por la persona buscada para que se produzca en ellas una desconcertante metamorfosis. «No se encuentra» o «está reunido», suelen ser sus ríspidas y lapidarias respuestas, siempre con caras de pocos amigos. He llegado a creer que, a juzgar por sus semblantes, no pocas sienten satisfacción en darle al interesado la mala noticia.
Hay sitios donde uno hace su compra, le extiende un billete a la persona a cargo de la caja y esta le dice con afectada cordialidad: «Ay, disculpe, pero no tengo cambio… ¡le debo 70 centavos!». ¿Y qué hace uno? Le deja la calderilla. Sin embargo, si en el momento de amortizar lo adquirido nos falta un quilo prieto —es un decir— tal vez esa misma persona, con expresión hosca e inflexible, le exija completar el saldo.
Un mismo individuo puede cambiar el discurso de su rostro en dependencia del cliente y de la circunstancia. Hay quienes proceden de esa forma detrás del mostrador. «No hay, ya se acabó…», dicen muy serios cuando se les inquiere por un determinado producto. En cambio, se deshacen en atenciones, extienden alfombra de bienvenida, le dan abrazos y lo sacan de la manga si es el poderoso del barrio quien se los pide.
Suelo preguntarme cómo se las arreglan algunos vendedores para colocar siempre sobre el plato de la báscula la cantidad «exacta» de lo que uno quiere comprar. Sus dedos parecen como si respondieran a un rítmico compás cuando les asestan golpecitos breves y suaves al peso deslizante hasta llevarlo al lugar «exacto» del brazo graduado. Consumada la operación, lo avisan, alegres: «Vaya, cinco libras, que le aproveche». Sus semblantes se tornan agresivos cuando el comprador retorna y les dice: «Pesé la carne y faltan cinco onzas».
Hay choferes de vehículos estatales que nunca tienen como destino (al menos eso es lo que dicen) la zona para donde la gente va, o hacen caso omiso a los desesperados que aguardan por un milagro sobre ruedas en las paradas. Cuando algún amarillo consigue detenerlos, sus rostros adoptan expresiones cavernícolas. «¡Voy directo al hospital, así que nadie pida paradas intermedias!», vociferan. Solo que, si en la próxima cuadra una escultura con faldas o un socio de correrías les piden «botella», ponen cara de alegría y accionan el freno.
¿Y qué decir de los funcionarios de empresas que cambian de talante (es un eufemismo) cuando alguien los aborda para solicitarles orientación sobre un trámite burocrático? En lugar de atenderlo con la cortesía, el respeto y la atención debidos, suelen responderle con brusquedad, evasivas y de mala gana. Solo que no adoptan similar semblante cuando el interesado es uno de sus amigos o un potencial benefactor.
No, no es recomendable juzgar siempre a las personas por lo que parecen. Ni siquiera mirándolas fijamente a la cara, como hacía en su tiempo el doctor Lombroso. Pero, tras un rostro en apariencias benévolo, puede disimularse otra persona. Eso me evoca las máscaras del teatro griego, diseñadas por los comediantes y trágicos de la época con muecas y sonrisas, según lo demandara la puesta en escena.