Una vez imaginé el episodio en pesadillas. La seria voz de un locutor de radio fue el detonante. Entonces tenía menos de diez años y apenas conocía a los jóvenes héroes del lejano Santiago de Cuba, mucho menos los sitios donde se inmortalizaron.
En aquel momento, en la nebulosa de la noche y sin imagen alguna de referencia, vi a dos jóvenes saliendo de una modesta casa y dirigirse hacia donde esperaba, oculto, un soldado de la tiranía. Observé también la fría mirada del hombre apostado en una de las esquinas, la impaciencia en sus manos de cazador, la dureza del fusil que sujetaba muy cerca del cuerpo. Santiago ardía en calor ese 30 de julio de 1957 y aquel militar en venganza.
Desde mi onírica altura escuché a los muchachos conversar de planes futuros, de las novias que esperaban por su encuentro, del largo camino de luchas que apenas comenzaba a fraguarse en la serranía. Alertados de una delación y los registros que realizaban las fuerzas represivas en la barriada, habían decidido abandonar el recinto donde se encontraban y descender por aquella estrecha callejuela.
El más joven de los dos, nacido el 7 de diciembre de 1934 y bautizado como Frank Isacc País García, había renunciado a su puesto como maestro para asumir la jefatura de acción del Movimiento 26 de Julio, en 1956, y organizar y dirigir una de las más grandes hazañas del grupo clandestino en el oriente del país: el alzamiento del 30 de noviembre de ese año.
Si ese día Santiago se había vestido por primera vez de verde olivo mostrando los brazaletes rojinegros del Movimiento, en apoyo al desembarco del yate Granma que desafortunadamente llegó dos días después, también había acrecentado el odio de la tiranía por el joven líder.
Desde entonces, entre los muchos lugares que comenzó a frecuentar se encontraba la casa del colaborador Raúl Pujol Arencibia, mensajero y aprendiz de dependiente de ferretería, de cuya residencia salieron, ese día triste, camino a la muerte. Así lo había escuchado en la tarde de mi pesadilla por la radio, y así lo reflejaron mis infantiles y turbulentos sueños.
Con un tortuoso grito que nunca rebasó las profundidades de mi garganta quise advertirles del peligro que acechaba, de la oscura presencia que los esperaba oculta, gritarles que volvieran, que giraran en otra dirección, que no dieran otro paso, pero todo intento fue inútil.
No recuerdo la masacre allí acontecida, ni en mis más terribles pesadillas podría imaginarla, pero sí el escalofriante sonido de los disparos, los mismos que desde el pequeño transmisor radial me habían sobresaltado y cuyo recuerdo me rescató del letargo.
Fueron necesarios más de 15 años para que recorriera, ya despierta, esas avenidas soñadas, para que pusiera número —el 204— a la casa de la calle San Germán, desde donde salieron los jóvenes, sin saberlo, camino a la muerte; para que viera el nombre de Frank en la pared que ya no sirve de cobija a esbirros, ni presencia el asesinato de inocentes, porque refleja la libertad alcanzada.
Mucho ha llovido desde entonces en el angosto callejón de los sucesos. Ya no abundan por esos parajes quienes presenciaron con horror el abominable crimen. Mucho han cambiado la vegetación y la estructura de los hogares. Ni siquiera el enorme muro que le dio nombre a la calle resistió el paso de los años.
Pero ahí donde San Germán y San Francisco delimitan el pequeño punto en el mapa, están las huellas del crimen. Las marcas de los proyectiles que sesgaron vidas, las flores que cada día los santiagueros depositan a sus hijos, la vida que renace perdida en cada habitante.
El claro azul de la pared limpísima recuerda especialmente a Frank en una tarja colocada por el Colegio de maestros normales y equiparados de la heroica ciudad que lo vio nacer y convertirse en profesor.
«Cuando quede un solo cubano que crea en esta Revolución, ahí estaré yo», aseguró en una ocasión. A 61 años de su muerte, un muro y un callejón en el corazón de Santiago laten por él.