Aquello sonaba como una lata vacía que viene dando tumbos desde la punta de una loma. Ahora que lo pienso, sonaba a lata porque era, en efecto, lata de los años 50 a la que se le ha dado la honrosa tarea de mantenerse en pie, con un motor moderno y sabrá Dios cuántas adecuaciones. Un Frankenstein rodante.
Diseñado originalmente para una familia de no más de seis personas, aquel armatoste había pasado —como casi todos los de su especie— por lo que en Cuba parece ser una cadena de montaje y ensamblado que se especializa en multiplicar los espacios del almendrón. Este en particular tenía capacidad para diez pasajeros.
Y los diez pasajeros de esta historia veníamos, no ya como sardinas en lata porque llegado este punto el hacinamiento se sobrentiende, sino con el corazón en la boca gracias a la «fraternal» competencia que el hombre al volante había entablado con una rastra Internacional, en plan Rápido y furioso.
Si al menos la carrera hubiese sido contra otro almendrón los pasajeros hubiésemos comprendido, habituados como estamos a que estos taxis antediluvianos cojan atajos, aceleren en las curvas, se adelanten entre ellos violando las rayas amarillas del pavimento... todo con tal de llegar primero a la piquera y garantizar ventajas en el viaje de regreso.
Pero no. Era una lidia por el ego: el chofer de la rastra para demostrar que con ese cuerpazo de Goliat podía hacer lo que le viniera en ganas en la carretera, y el chofer del almendrón porque no iba a permitir que lo «sopapiaran» en público. Como el padre de Lorencito, en la aventura Hermanos: «A mí nadie va a decirme qué tengo que hacer con lo mío».
Lo otro era la neblina, una capa densa y pegajosa que no permitía ver un burro a tres pasos y que le añadía patetismo a la escena: dos carros emulando entre sí en la carretera Sagua-Santa Clara, célebre por sus curvas frecuentes y pronunciadas, con la visibilidad de quienes atraviesan algodón de azúcar. Por suerte, a la altura de Cifuentes la neblina se disipó y quedaron solo la rastra, cargada de sustancias químicas, y el almendrón, cargado de gente que se aferraba con fuerza a sus asientos.
Hubo un instante en que el almendrón, ciego de rabia, intentó rebasar a la rastra mientras subían una loma demasiado pendiente y esa fue la gota que le colmó la paciencia a la señora sentada detrás de mí.
«Qué va, mi niño, para esto y déjame aquí mismo», le gritó en un exabrupto que los demás pasajeros respaldamos, en parte porque teníamos los nervios igualmente crispados, en parte para evitar que la señora, resuelta a tirarse por la ventanilla si era preciso, terminara con todos sus bártulos en una cuneta cercada por el marabú.
El chofer se aconsejó, más por la presión de sus clientes que por la percepción real del peligro que arrastraba durante kilómetros y kilómetros, un juego a la ruleta rusa que suele terminar en los titulares de la prensa o en las estadísticas de accidentes, lesionados y fallecidos que se dibujan con cierta dosis de morbo a un lado de las carreteras para asustar a conductores temerarios como este.
Creímos nosotros que el chofer se había aconsejado, porque cuando se aplacaron los ánimos, la señora comenzó a disfrutar el paisaje bucólico que ya no quedaba atrás a cien kilómetros por hora y los pasajeros en huelga soltaron el tema de la accidentalidad y la emprendieron contra los precios del agro; cuando el chofer comprobó que la sangre no llegaba al río y que su contrincante, allá afuera, se había confiado en el único tramo recto de todo el trayecto, volvió a meter el pie en el acelerador y consiguió, por fin, rebasar a la rastra que venía limitándole la velocidad y estrangulándole el orgullo.
Hay escaramuzas así, tan estériles como una guerra de egos.