Siempre he rechazado los clanes familiares que se prodigan bombos mutuos. Por eso, durante muchos años he mantenido silencio en torno a la figura de mi padre, el pintor, escritor y periodista Marcelo Pogolotti. Cuando se acerca la hora de las decisiones definitivas, estoy incorporando sus fondos a la Fundación Carpentier. Con ello, junto a otras adquisiciones, amplío el perfil de la institución al ambiente epocal del narrador cubano. Sin detenerme a repasarla, corre entre mis manos su papelería y rebotan en mis recuerdos sus memorias.
Como el autor de El siglo de las luces, Pogolotti vivió muchos años lejos de su patria. Ambos coincidieron en Francia en los tiempos de entreguerras. Alejo permaneció durante 14 años en Caracas. Por razones personales, mi padre se mantuvo un buen tiempo en México. Uno y otro reposan en su país. Así lo quiso siempre Pogolotti desde su fallecimiento en La Habana en 1988. Crecido en cuna de oro, viajó con frecuencia a Europa y a Estados Unidos desde su primera infancia. Como tantos hijos de familia, hizo sus estudios secundarios en el Norte, donde también comenzó la carrera de ingeniería en una reputada universidad de aquel entonces. Gustaba de vestir bien y escapaba a los rigores del colegio en fiestas y bailes, aunque también visitaba librerías y bibliotecas. Quiso ser artista. Rompió con todo y anduvo a contracorriente. Asumió la pobreza con dignidad. Era la oveja negra de la familia. Con esos antecedentes, se interrogó con frecuencia acerca de las razones que lo ataron con tanta fuerza al país donde había nacido, en la calle San Juan de Dios, cerca de la plaza que rinde homenaje a Miguel de Cervantes. Amó profundamente a La Habana. Perdida ya la vista, recordaba al detalle las viejas construcciones de la ciudad. Su pasión, sin embargo, no se detenía en un cascarón vacío. Asignatura pendiente desde sus años juveniles, se entregó con ahínco al estudio de la historia, la literatura y las artes de la Isla. Pero reconocía en el pueblo la razón de su ligamen esencial. No cesó de reiterar su admiración por la masa sufrida que, a través de una dramática historia, sobrepasó, una y otra vez, la adversidad. Desangrada por 30 años de guerrear por la independencia, destruidas riquezas y población por la tea incendiaria y la monstruosa reconcentración decretada por Weyler, padeció la soberanía mutilada. Fue creciendo con la incorporación de emigrantes del Caribe y de la España empobrecida. Juntó fuerzas. Se reorganizó y protagonizó, en el derrocamiento de Machado, una hazaña con contenido político y trasfondo económico y social. Vinieron nuevas decepciones. Subsistieron indoblegables, la esperanza y la alegría de vivir. Esencialmente espiritual, la Patria encarnaba para él en la cultura y en la admiración por los mejores valores del pueblo. Testigo del triunfo de la Revolución, dejó testimonio palpitante de aquellos días y supo aquilatar desde temprano los rasgos de Fidel, soldado, maestro, estadista, conductor y protagonista.
No me corresponde establecer jerarquías. Puedo valorar, en cambio, la contextura ética de un intelectual atenido a principios, que no reclamó prebendas ni honores. Por esos misterios todavía indescifrados de la formación, según apunta en su autobiografía, instalado en su infancia en la mansión de sus padres, comenzó a observar las señales de las diferencias sociales. Por no contaminarse, los privilegiados viajaban en tren desde Marianao hasta la estación de Samá. Los pobres se apiñaban en coches de mala muerte. La gran ciudad estaba creciendo locamente sin ordenamiento ni plan director, a lo cual contribuyó la iniciativa empresarial de mi abuelo, consciente de la necesidad de un poblamiento para la subida vertiginosa del valor del suelo. Había comprado barato al sacar buen provecho de las ruinas dejada por la guerra. Las tierras se adquirían todavía por por caballerías en esa zona periférica semirrural. Para la clase media, diseñó Buen Retiro. Sacrificó recursos para favorecer el proyecto de Redención, devenido Pogolotti por tradición popular. Mi padre no lo trató con manos suaves, pero reconoció en el gesto de su progenitor alguna consideración humanitaria.
Terminado el barrio, Marcelo, todavía niño, contemplaba con simpatía la marcha cerrada de los obreros hacia el empleo.
Todavía en proceso de formación, durante sus estudios universitarios en Estados Unidos, sintió rechazo por el carácter clasista de las llamadas «fraternidades». Abandonó el acomodo del campus universitario y se trasladó a la ciudad obrera colindante. De ese origen remoto surgiría quizá el germen de la expresión pictórica de las contradicciones de una época, bien distante de la simplista respuesta del llamado realismo socialista.
Mi lectura personal de su obra sitúa, en el contexto de una circunstancia histórica determinada, verdades que trascienden la inmediatez. Los obreros que desfilan al alba, como pequeñas pinceladas de color en la grisura de un panorama dominado por el poder de la fábrica, encarnan al ser humano sometido a los poderes que lo dominan. El intelectual sin rostro ante la hoja de papel en blanco expresa la soledad profunda de quien, sin embargo, por convicción profunda, no permanece aislado. Padece la coyuntura y, a pesar de las sombras que lo amenazan, se aferra al compromiso de su voz. Tal fue, a mi entender, su testamento. Es una herencia con la que he cargado, sin tener conciencia de ello, durante toda mi vida. Así aprendí el amor a mi país, a mi ciudad, a mi escaso magisterio. Así pude entender también que los valores formulados en una terminología aparentemente abstracta, como lealtad, amistad, decencia, honradez, cobraban la tibieza de la carne y la sangre. Reconocibles en los más humildes y en los más encumbrados, razón frecuente de amarguras y desengaños, llenan de sentido la precaria y efímera existencia humana. Constituyen razón posible de la grandeza de nuestro ser. Las manecillas del reloj avanzan implacables. Dentro de un año se cumplirán los 30 de su muerte. Siento su sombra más cercana que nunca. Porque esa sombra de un hombre generoso dimana luz.