Concluidos mis estudios, había llegado el momento de buscar trabajo. Por la puerta trasera, podía entrar en el periodismo. Empecé traduciendo para Vanidades. Sin reparar en derechos de autor, la revista se apropiaba de los materiales aparecidos en Elle y Marie Claire, publicaciones francesas de amplia difusión internacional.
Además de la información actualizada sobre modas y de los consejos para el cuidado de la belleza, mi remuneración más suculenta procedía de la novelita rosa que constituía el plato fuerte de Vanidades. La prosa elemental me facilitaba la tarea. Todo marchaba sin tropiezos hasta que, abruptamente, surgió Corín Tellado. Como era de suponer, prescindieron de mí.
Transité por la escuela de periodismo en busca de la patente de corso requerida para trabajar en la prensa. El gremio se defendía de la competencia interponiendo obstáculos al ingreso en los medios de los más jóvenes. En un claustro deteriorado, al que se escapaban errores ortográficos, sobrevivían escasos intelectuales. Perdidas las ilusiones de otrora, asumían la tarea de manera rutinaria. El director, taquígrafo de profesión, era colega y amigo de Fulgencio Batista. En su refugio de la biblioteca, María Villar Buceta ejercía su irrenunciable magisterio. Aprendí solo dos cosas. La redacción del lead y el titulaje de las noticias. Resultante de un programa que desechaba la formación general básica en favor de la técnica, estudié hasta el último detalle del funcionamiento del linotipo, herramienta museable en la actualidad.
Mi aprendizaje periodístico debe mucho a la lectura y a la frecuentación de las redacciones. Había en ellas un doble trasfondo sonoro. Al martilleo del teletipo se añadía el veloz tecleo de los redactores. Mientras llenaban cuartillas con un solo dedo, mantenían animado diálogo con los visitantes. El redactor revisaba las larguísimas galeras de papel. Con un grueso lápiz de negrísimo grafito, tachaba implacable todo floreo sobrante, llenaba de marcas los márgenes, corregía palabras y signos de puntuación.
Frecuenté con regularidad la redacción de El Mundo. Nació con la República Neocolonial y compartió algunas de sus características. Por más de un motivo, los periódicos de entonces tenían clara noción de sus destinatarios. El Mundo fue asumido por la clase media cubana como contraparte del Diario de la Marina, asociado a la antigua Metrópolis, conectado luego con el franquismo. Era el órgano del comercio español y de las finanzas. Las tiradas de los matutinos eran modestas. Aún menores resultaba el tiraje de los vespertinos, más sensacionalistas y casi siempre voceados por las calles. Casi todos se preciaban de contar con buenas firmas que prestigiaban sus páginas editoriales. Demasiado magras, las ventas no cubrían los costos. Dependían de anunciantes que exigían concesiones. La página dedicada a los espectáculos imponía cautela en el ejercicio de la crítica, dado que las distribuidoras podían tomar represalias cuando un juicio demasiado severo amenazaba con alejar al público de los cines de estreno. Los magros salarios se compensaban con las botellas, sinecuras gubernamentales, que favorecían de manera especial a los reporteros destacados en el Palacio Presidencial, en el Capitolio o en algunos ministerios. La información internacional procedía de las agencias estadounidenses que distribuían, además, para América Latina, traducidas al español, las columnas de algunos comentaristas que, como Drew Pearson, respondían a la ideología del poder hegemónico. Algunos periodistas tuvieron que vender el alma al diablo. Otros la guardaron cuidadosamente en su almario, conocedores de las regulaciones impuestas por la línea política del diario.
El linotipo ha muerto. Pero, entre nosotros, la prensa plana está lejos de llegar a un estado terminal. Disponemos, ante todo, de una población envejecida con hábitos arraigados. Numerosos adictos a la computadora prefieren leer un texto impreso. Aun en esas condiciones, la contemporaneidad requiere cambios de óptica, de conceptos y de modos de pensar. La inmediatez informativa fluye por el ciberespacio y por vías tradicionales, como la radio y la televisión. La lectura favorece la reflexión más reposada. El espectro de los destinatarios es amplio. Escasísimos son los que se detienen, según el orden previsto, en la revisión exhaustiva de un diario.
Se impone limpiar la prosa de adjetivos inútiles, ajustar el titulaje al contenido, no confundir sensibilidad con sensiblería, censurar la reiteración de muletillas. Así, por ejemplo. Todas las presentaciones artísticas son de lujo, aunque nada fundamente semejante manera de calificar.
Más informado que nunca por distintas vías, incluido el rumor que corre de boca en boca complementado por las imágenes transmitidas a través de los celulares, el lector contemporáneo demanda un interlocutor analítico, capacitado para ofrecer datos complementarios, evocar antecedentes y correlacionar hechos. En tiempos de globalización el acontecer internacional adquiere importancia de primer orden, lo que no descarta el ahondamiento en los problemas internos mediante la práctica de un periodismo de investigación sustentado en el dominio de la materia en cuestión. La crítica no puede asociarse a la navaja que traspasa la carótida. Como la definiera Martí, consiste en el ejercicio del criterio a través del desmontaje de los factores que intervienen en una situación dada.
En tiempos de decisiva batalla de ideas, la confrontación se libra entre el mensaje elemental y la incitación al pensar sensato, capaz de separar la paja del grano, las contradicciones esenciales y los nudos que, en lo objetivo y en lo subjetivo, entorpecen el hallazgo de soluciones eficaces a los problemas que nos abruman. Es la gran tarea de un gremio al que me adscribo por adopción.