Húmedo y caluroso, es el noveno mes del año. Anuncia el rápido descenso hacia los días finales que nos harán algo más viejos. Es también una etapa de permanente recomienzo. Regresamos de vacaciones y los escolares inician un nuevo curso. Hay que preparar uniformes, forrar libros, y libretas. Hay que rescatar el hábito de levantarse temprano. Para quienes pasan de nivel, se produce un temblor de expectativa. Tendrán otros maestros, conocerán a nuevos compañeros. Afrontarán un grado mayor de exigencia. Por lo menos, así debería ser.
Antes la Universidad era muy pequeñita. En la conocida colina habanera se albergaban todas las carreras, incluidas Medicina, Ingeniería y Arquitectura, así como Agronomía. Para todos, subir la escalinata tenía un valor simbólico. Se estrenaban a la vez muchas cosas. Entrábamos a la edad adulta y conquistábamos cierta independencia respecto a nuestros padres. Avergonzado se sentiría quien hiciera las gestiones de matrícula acompañado por alguno de ellos. Motejado de bitongo, se cubría de ridículo para siempre. Estábamos entrando en la edad de la responsabilidad. Para muchos, era un estreno en la vida política, aunado a los amoríos en el Parque de los cabezones. Porque con los brazos abiertos, la señora Alma Máter nos ofrecía el conocimiento y nos entregaba una tradición de lucha memorable desde Mella hasta Rafael Trejo, al que recordábamos cada 30 de septiembre.
Simbólicamente, más allá de su existencia física concreta en la cima de la escalinata, la señora Alma Máter debe acoger con los brazos abiertos a los jóvenes que ingresan en la enseñanza superior. Han franqueado los niveles precedentes y vencieron los exámenes de ingreso. Su personalidad ha crecido después de despuntar de la adolescencia. Entran en una etapa renovadora que les exigirá el despertar de curiosidades, el contacto con un contexto social más complejo y la construcción de un ejercicio del criterio. El recibimiento institucional no exige grandes ceremoniales. Pero el día de la matrícula ha de transcurrir felizmente como una iniciación a otra edad. Lamentablemente, no siempre ocurre así. En algún que otro sitio hay que marcar cola desde que la madrugada todavía es noche. Un personal exasperado acoge a gritos, lo que resulta en la práctica una forma de maltrato verbal. La masa espera durante horas bajo el implacable sol de agosto.
Nuestro sistema de educación superior establece una estructura vertical consagrada al llamado trabajo educativo. Apelo desde esta columna a una reflexión pausada acerca del concepto. A mi entender, el enfoque debería orientarse hacia una visión integradora de la formación de la persona. Permea el conjunto de la actividad en el ámbito docente. Comienza por quienes indican el lugar del aula o del laboratorio al recién llegado. Prosigue con quienes atienden los trámites administrativos. El profesor educa y enseña en cada momento de su ejercicio docente. Puede rectificar de manera amistosa el modo de sentarse, el empleo inadecuado de una palabra o un error ortográfico. De manera natural, cuando se comporta como maestro y no como simple promovente, irá reconociendo los rasgos individuales de cada uno de sus estudiantes. Intentará favorecer la cohesión interactiva y solidaria del grupo, porque la vida demuestra que cada conjunto de estudiantes conforma unidades con rasgos propios. Los hay demasiado dóciles. Los hay también inquietos y desafiantes.
Recuerdo con nostalgia mis años de docencia activa. La impaciencia por descifrar rostros y miradas en ese encuentro inicial en el que, también nosotros, estábamos de estreno. Luego, las conversaciones informales entre profesores versaban sobre el jovencito de ojos brillantes, quizá un talento en ciernes o sobre aquel otro, tan serio, concentrado en sus apuntes. A lo largo de la vida, aún desde la distancia, he seguido los pasos de muchos con un asomo de vanidad, confiada en haber colocado algo de mí en la cristalización de sus legítimas ambiciones profesionales. Han sido mis muchachos. Así lo proclamé cuando defendí alguna que otra consideración ante una autoridad hasta que empecé a autocensurarme a partir del día en que Vicentina Antuña, entonces directora de la Escuela de Letras y de Arte, en tono severo me dijo: «No son tuyos solamente. También son míos».
Hemos dado en llamar trabajo educativo a lo que constituye factor inherente a la formación integral de un joven. Es el fundamento de la ética, inseparable de una actuación verdaderamente profesional. Médicos y maestros tienen una función misionera. Tienen en sus manos la vida de otros seres humanos, dignos todos del respeto, del buen trato, del gesto solidario en los momentos de angustia. Arquitectos e ingenieros deben considerar los problemas y posibilidades de su contraparte a la hora de mejorar su hábitat. Atenderán los criterios de médicos y maestros cuando corresponda construir hospitales y escuelas. En el trazado de calles y aceras, recordarán que nuestro contexto corresponde a una sociedad envejecida. En su práctica laboral y en la responsabilidad pública que les corresponde asumir, habrán de optar siempre por conjugar conocimiento e irrenunciables principios éticos. Esa línea de conducta implica mirar la verdad de frente, no eludir responsabilidades y evitar acomodarse a la doble moral y al comportamiento fraudulento.
La vida cotidiana no es fácil, genera irritación. Hay que sobreponerse para no multiplicar sus efectos. Hace años, era una mañana de graduación. Arrinconados, algunos estudiantes parecían entristecidos. Indagué. «Nos estamos despidiendo de un lugar donde hemos sido felices. No lo olvidaremos». Con sus brazos abiertos, la señora Alma Máter siembra conocimientos y valores.