Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El pavor a los símbolos

Autor:

Yoerky Sánchez Cuéllar

Cuando Evita murió, a los 33 años, su cuerpo embalsamado permaneció en la Confederación General del Trabajo de la República Argentina. Derrocado su esposo Juan Domingo Perón, comenzaron los intentos de los burgueses por desahecerse de ella, hasta que un día «desapareció» de la central obrera donde el pueblo le rindiera homenaje.

No bastaba la prohibición de exhibir su imagen en las plazas públicas, o de mencionar siquiera su nombre tantas veces coreado por las multitudes. Una nota del alto mando ordenaba sacar el cadáver del país, pues resultaba un peligro tenerlo cerca. Había que borrar cualquier olor a peronismo  y «esa mujer», la que tanto entregó a los pobres, la que entonaba el mismo discurso de la gente común, representaba una amenaza simbólica, a pesar de su cuerpo yerto, solo tocado por la magia del taxidermista español Pedro Ara.

Cuando cayó el campo socialista y los ilusos proclamaron «el fin de la historia», comenzó la discusión  sobre la posibilidad de enterrar a Vladimir Ilich Lenin. Si a fin de cuentas se le habían echado cubos de tierra al socialismo en la URSS y los países de Europa del Este, qué más daba hacer lo mismo con el fundador del primer Estado proletario, proclamaban los ideólogos de la burguesía. Un Lenin a la vista de todos, en su urna de la Plaza Roja, no era precisamente la imagen más atrayente para quienes cerca de él comenzaban a instalar deslumbrantes Mc Donalds. «La Plaza Roja no debe parecer un cementerio», esgrimían.

Cuando el 11 de septiembre de 1973 el general Augusto Pinochet impuso una férrea dictadura en Chile, la referencia más simple a Salvador Allende se consideraba una afrenta al régimen. En ese contexto, cualquier icono de la izquierda resultaba pernicioso.

Por esos días la primera estatua del Che construida en el continente y que se ubicaba en una de las calles de la capital, Santiago, fue dinamitada. Así sucedía con los monumentos a Recabarren, José Martí y otros patriotas. Una vez más, la burguesía militar en el poder lanzaba sus garras contra los insignes que el pueblo había hecho suyos.

En Las aventuras de Miguel Littín clandestino en Chile, de Gabriel García Márquez, se describe cómo el país austral quedó a partir de entonces sumido en un estado de amnesia colectiva. Tiempo después el Ministerio del Interior chileno admitió haber quemado 15 000 copias de esta obra.

Cuando el dictador cubano Fulgencio Batista supo sobre las huellas dejadas por los disparos en el Cuartel Moncada, ordenó restaurar el edificio.  Con ello pretendía que se olvidara la fecha del 26 de Julio y desconocer la existencia en Cuba de jóvenes valientes, dispuestos a darlo todo por defender los ideales de justicia y libertad.

Para que nadie preguntara en el futuro, Batista hizo que el concreto tapara cada agujero en la fachada, como si la historia se pudiera borrar con un brochazo. Décadas más tarde la Revolución triunfante reconstruyó los impactos de bala en las paredes del cuartel convertido en escuela.

Cuando en la etapa más reciente, el 5 de febrero de 2003, el entonces secretario de Estado norteamericano, Collin Powell, defendió ante las Naciones Unidas el bombardeo contra Iraq, una cortina azul tapó el Guernica de Picasso situado a la entrada de la sala del Consejo de Seguridad, en la sede de la Organización.

«No sería conveniente que el embajador de Estados Unidos ante la ONU, John Negroponte, o el mismo Powell, hable de guerra rodeado de mujeres, niños y animales que gritan con horror y muestran el sufrimiento de un bombardeo», dijo a la prensa un diplomático, que prefirió el anonimato.

Ahora en Venezuela los oligarcas retiraron de la sede del Parlamento los cuadros de Bolívar y Chávez. Del primero dicen que su rostro fue una falsificación científica; del segundo, que donde debe estar es junto a su familia en Sabaneta y no en la sala del Legislativo.

Con esta decisión se corrobora, una vez más, cómo los símbolos que el pueblo enarbola causan pavor a la derecha. Desde posiciones de fuerza incita a su deconstrucción y desmontaje. Ignora lo que se impregna en el corazón del hombre y la mujer humildes; no ve la pasión del ánimo colectivo, de donde brotan la ética y el bien de espíritu. Tozudamente intenta desmantelar lo que es ya fibra y reducto, esa fuerza que permanece a pesar de los golpes y los desprendimientos.

Desconoce que Evita volvió y fue millones; que la verdadera historia apenas comienza y Lenin sigue inspirando pueblos. Obvia que el hombre americano transita por las grandes alamedas por donde caminó el presidente Allende, mientras los pioneros preguntan sobre héroes frente a los muros del Moncada y el mundo clama para que no se repita la escena que el pintor reflejó en su impactante cuadro.

Con ese mismo ímpetu Chávez desanda con Bolívar las calles de Caracas. Desafiantes, rebeldes, rebosantes de eternidad están allí, porque podrán arrancarlos de una pared en la sede de la Asamblea, mas jamás podrán desprenderlos del alma de Venezuela.

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