Así como somos de apasionados y hasta cáusticos con todo cuanto nos insatisface y mantiene inconformes, también sería bueno, por justo, fortalecer entre nosotros la costumbre del elogio hacia un logro evidente, hacia toda señal que entrañe esfuerzos, inteligencia, deseos de hacer y resultados en medio de parálisis recurrentes o amagos sin desenlaces felices.
Esa idea me la ha inspirado el programa musical Sonando en Cuba, de nuestra televisión siempre tan exigentemente colocada bajo la lupa de cada hijo de la Isla. Y así ha sido porque la propuesta —atrevida y nada simple en su producción, verdadero despliegue de múltiples mensajes que la atraviesan— nos sorprende como un viaje que logra llegar airoso, sin perder el equilibrio, hacia puertos emocionales, de identidad, de posibilidades alumbradas por el matrimonio infalible de la voluntad y el talento.
El programa, hijo de una idea del músico Paulito FG y suceso tangible tras la labor de guionista y director general de Rudy Mora, transpira cubanía de manera elegante y contundente: sus artífices descartaron desde el primer instante la más mínima manifestación de vulgaridad; y hay contundencia porque el espacio logra reunir a la crema y nata de compositores e intérpretes de nuestra música popular bailable.
Alguien, en uno de esos encontronazos fraternales que solemos protagonizar los cubanos si de «dialogar» se trata, me decía que Sonando… peca de haber imitado a creaciones de otras latitudes. A veces la pasión puede llevarnos a negar la posibilidad de tomar del mundo, y adecuarlo a casa, aquello que ya existe y contiene buenas ideas. En este punto llegué a preguntarme: ¿Qué sería de la civilización humana si no bebiésemos —en una suerte de negación de la negación que a fin de cuentas es afirmación inteligente— de las ocurrencias que nos han precedido y que contienen ingredientes dignos de atención?
La arista que más me seduce de Sonando en Cuba es poder constatar la defensa de mensajes por los que hay que dar pelea a brazo partido en la sociedad actual: ya hablé de la elegancia; y le sumo el valor de la familia, de los amigos, del aprendizaje, de la sana competencia, del rigor, de la ética y la sensibilidad (banderas bien plantadas en un jurado —todo el tiempo sobre el filo de una navaja— que pudiera desgarrar, con una frase, el corazón de los competidores).
Si todo lo anterior no bastara para aplaudir a Sonando…, si ni siquiera bastara conque de pronto uno puede descubrirse cantando estribillos que nos ponen como a niños y encienden múltiples antorchas de la memoria, entonces hablemos de la alegría que despierta mirar a nuestros adolescentes y jóvenes en acción, hermosamente peinados y vestidos sobre el escenario, expresándose impecablemente mientras cantan o hablan, escuchando valoraciones de expertos, siendo felices mientras dan cumplimiento a un sueño.
Allí, en las costuras de las que un creador jamás habla, en lo más profundo del taller Sonando en Cuba, habitan lecciones que merecen ser atendidas porque las estamos necesitando: podemos divertirnos desde lo que somos; luchar y competir siendo nobles; trabajar en equipo; realizarnos con el éxito bien ganado; y entender que allí donde haya esfuerzos con sus resultados, el elogio coronará ese intento de subirle la parada a lo mediocre, a lo que nada intenta.