Pudiera parecer paradójico. Definitivamente, no importan las vueltas que se le dé a este comienzo, va a resultar extravagante. Porque se trata de una joven maestra de 92 años que intenta aprender. O de una abuela que se prepara para respetar a sus nietos. O de una bisabuela preocupada por legar «una trascendencia a la altura de estos tiempos».
De cualquier modo, será casi un sacrilegio para nuestros oídos tan adaptados a escuchar más de lo normal. Indudablemente va a desorbitar a nuestros ojos casi amaestrados en la técnica de leer oraciones comunes. Mejor no calificarla entonces, ni valernos de epítetos que a la larga resultarán escasos o rebuscados. Mejor dejar que Antonia se cuente a sí misma. Para que 92 años hablen sin que nadie se atreva a calificar (ese vicio tan de moda en estos tiempos que se dicen modernos).
Antonia ha llegado a este encuentro con jóvenes martianos. No es ninguna reunión formal, solo una idea brillante de traerla a almorzar al mismo salón donde están los más nuevos. Podía haber resultado una iniciativa simple y aparente (acostumbrados como estamos a los convencionalismos). Pero no es así.
Antonia se encarga de descolocarnos —que es siempre la mejor manera de colocar a alguien— y nos lleva por esos trillos irreverentes por donde tanto cuesta y hace tan bien andar. Porque esta maestra por más de siete décadas lleva ahora el proyecto educativo más innovador de su vida. Junto a una «muchachada» de su edad, conversan, pasean, estudian y razonan sobre cómo ser parte de este tiempo.
Y no es parte pasiva (que de esas andamos medio cansados), ni apaciguadora o ceremoniosa, ni excedida en consejos ni parca en incitaciones. Menos aún regañona, o sabia pretendida. Antonia va en igualdad de condiciones con los más desprovistos de estrategias de vida. Anda sin prisas buscando su Ítaca por más tiempo que Ulises y, como el poeta griego Kavafis, solo desea que el camino hacia ella sea pleno de aventuras y conocimientos, largo, con elevado pensamiento y selecta emoción, segura de que no halla maldades quien no las lleva dentro.
Sabe que lo esencial de la convivencia entre generaciones es el respeto, el diálogo, las razones. Porque no se puede obligar a entender sobre aquello de lo que no se ha convencido. Porque no se inoculan los pensamientos como certezas. Porque toda coherencia está obligada a ser y dejar de ser, siendo.
Y con el tierno swing de una pedagoga de clase, Antonia va enlazando un argumento con otro, una historia con la siguiente, una frase de colección con otro zarandeo espiritual. Antonia sabe moverse por la geografía de los saberes; disponer puentes por ríos y lagos apacibles y sobre océanos vedados. Sí que convence con la misma gracia con la que cuenta un chiste. Siempre con el ánimo de subvertir cada verdad dizque estática.
Luego comemos. Tal vez más sosegados que nunca. Con ese silencio aparente que se desgalilla a gritos por dentro. Cada quien se «anota» sus lecciones. Como para no olvidarlas cuando nos sorprendan los 92. Antonia lo ha conseguido. Supongo que como siempre.
Pasan los días desde aquel almuerzo. Pero mantenemos esa conversación interminable sobre lo que se dice nuevo y lo que proclaman viejo. Antonia se encargó de despojarnos los recelos, de colmarnos de las dudas que se necesitan para andar. No está definido aún si la juventud es cosa de jóvenes, o la sabiduría lío de viejos. Si aprender es cuestión de «desaprender». Si Antonia es realidad o utopía.