«Vamos a abrir varios puntos de cerveza dignificada», le escuché decir hace años a un funcionario público. Tal «dignificación» era el intento de mejorar la venta del espumoso líquido, tantas veces expendido con mil bautizos acuáticos y bajo un sol inclemente en unos termos con abolladuras.
Esos nuevos puntos implicaban pulcritud, cambios de recipientes, música sin escándalo, sillas cómodas y comercialización de otros productos acompañantes para que la bebida no fuera ingerida «al trozo».
Cualquiera hubiera dicho que esa pretensión era válida y hasta necesaria. Lo que sucede es que, antes que (o junto) a la cerveza, haría falta «dignificar» otros artículos o servicios de diversa índole, los cuales no resisten hace tiempo una mirada crítica.
La hamburguesa, por ejemplo, resultó en sus inicios un producto «digno», que paulatinamente fue flaqueando y perdiendo agregados hasta desmayarse en predios de la afrenta y la delgadez.
Y el famoso pan de la cadena tuvo, sin contener azúcar, comienzos de gloria, pero luego empezaron los consabidos problemas en el gramaje y la pérdida de calidad por la harina de otro costal sacada por el costado.
Recuerdo también los principios de esplendor de ciertas unidades especializadas, que parecían decorosas: la casa de la miel, la casa del té, la casa del huevo, la casa del perro caliente. Algunas se convirtieron después en las casas de ausencia porque el perro se enfrió y dejó de ladrar aruñado por los «gatos», las abejas se indignaron y las gallinas ponedoras aparentemente perdieron el pudor.
Más cercano en el tiempo —para no hablar solo de alimenticios— está el servicio de ciertos ómnibus Yutong (que no todos), los cuales después de un arranque digno con música, TV incluida, baños, explicaciones corteses de los conductores… evaporaron sus comodidades y hasta sus modales.
Al final —claro está— no se trata de una cuestión vinculada a los objetos, las cosas, los entes o las sustancias. Nada puede ser digno o indigno si antes no existe la acción positiva o negativa de los hombres, aunque en ocasiones cabría la explicación de los problemas objetivos.
Por eso, tendríamos siempre que aspirar a que todo cuanto hagamos fuera digno eternamente, sin intermitencias, y así no sería preciso después cambiar lo que ya se marchitó de «indignidad».
De todos modos, si esta transformación tuviera que llevarse a cabo debe apuntar no a las abstracciones sino a los seres humanos, porque son estos los que realzan o estropean las cosas, los que las enaltecen o arruinan.
No debemos decir, como expresara un directivo hace unos días en una ancha reunión, que «pronto iniciaremos un proceso de dignificación de la contabilidad y la seguridad en nuestra empresa». Cualquiera se indigna escuchando esos discursos y se pregunta a qué remoto lugar fue a parar la dignidad de su desvergonzado autor.
Porque dignidad tampoco se fabrica artificialmente, ni viene en algún tipo de envase metálico, ni cabe en la retórica.