Analistas internacionales habían augurado un choque de titanes. Sin embargo, la más cruda realidad hubo de matizar la más reciente visita a EE.UU. de Hu Jintao, presidente de la República Popular China. Fue recibido con pompa, y aunque durante los cuatro días de estancia no faltaron las sonrisas, brindis y las declaraciones de buenas intenciones, tampoco pasaron inadvertidas las tensiones en las relaciones bilaterales.
Uno de los objetivos de la visita oficial del mandatario chino era justamente intentar poner fin a un período de hostilidades entre las partes, sostenido durante todo 2010. La autorización de Washington de la venta de armas a Taiwán, provincia secesionista china, sus presiones para que China varíe su política cambiaria, los desacuerdos en relación con la posición conciliatoria y de llamado al diálogo de Beijing en el conflicto en la península coreana, entre otros temas, crisparon con bastante fuerza los vínculos entre las dos naciones.
A Washington le cuesta aceptar que ya no está en posición de imponer sus designios y ello le agrega razones a la tirantez. Por su parte, China se mantiene firme en sus posiciones de principios y en su avance hacia el lugar que le corresponde como actor de peso en el contexto internacional. No por gusto el dirigente chino debió insistir durante los encuentros con las máximas autoridades estadounidenses en la necesidad de relaciones basadas en «el respeto mutuo y el beneficio mutuo».
A pesar de ese ruido de fondo —al parecer inherente a las diferencias entre ambos países—, fue necesario durante la visita de Hu Jintao volver la mirada sobre la interdependencia de las economías (moderadora de las fuerzas de choque y del modo de resolverlos) y echar pie en tierra en el intento de limar las asperezas acumuladas durante tantos meses. Claro, no faltaron en esta ocasión los «regaños» de EE.UU. a China por temas como los derechos humanos —entre los favoritos de la Casa Blanca— o la tasa de cambio del yuan, pero tuvieron que ser muy medidos. A fin de cuentas es más saludable ser «socios» que rivales con todas las de la ley.
Pareciera que Washington y Beijing tienen claro que entre ellos existen irremediablemente «diferencias y temas sensibles» como aseguró el Presidente chino, pero no siempre es posible pasar de largo. Máxime cuando pesa la velada intención de EE.UU. de imponer sus intereses (como si a estas alturas fuera posible), y no está en sus planes sustraerse de impulsar en todos los órdenes su estrategia de contención ante la emergencia china. Aunque el presidente estadounidense, Barack Obama, haya expresado durante su primer encuentro con su homólogo en Washington: «El ascenso de China es bueno para Estados Unidos y bueno para el mundo».
A EE.UU. no le conviene una China fuerte, pero tampoco la confrontación abierta, porque ahora mismo Beijing no es solo el mayor acreedor de su deuda pública, sino su segundo proveedor comercial, al tiempo que el monto del intercambio económico entre ambos tiene un valor de 385 300 millones de dólares.
La visita fue calificada por ambos presidentes de exitosa y resultó el contexto para el anuncio de nuevos y millonarios contratos, entre los que se incluye la adquisición por China de 200 aviones Boeing estadounidenses. Lo más interesante fue cómo a estas alturas —y muy a pesar de los halcones estadounidenses— al autoproclamado gendarme mundial no le queda otra que reconocer a China como la potencia que es, tratarla de igual. También, el modo en que saltaron a la vista la complejidad de las relaciones en la actual coyuntura internacional y el despliegue, a pesar de los cambios de escenario, de la naturaleza imperial.
No fue un choque de titanes, pero tampoco el abrazo fraterno entre dos socios. Lo cierto es que sobran las razones para avanzar en el expresado esfuerzo por la coordinación y cooperación entre China y EE.UU. Entretanto, la realidad deberá continuar matizando la hoja de ruta.