Todavía no hace un mes de que en las páginas del diario Juventud Rebelde apareciera publicada, exactamente el pasado 12 de junio, la carta en la cual el Comandante en Jefe Fidel expresa su idea sobre la importancia que nosotros, los periodistas, tenemos en la construcción de nuestro socialismo.
Me permito citar textualmente sus palabras que tuvieron como resorte un criterio que días antes yo había compartido con los lectores en las líneas de un artículo («Tráfico de regalías»), donde alertaba sobre la mercantilización de algunas conciencias en la Isla, y donde confesaba que, como mismo no me interesa un «socialismo gris, aburrido, chato», mucho menos quiero echar mi suerte en uno que no sea moral.
Los profesionales, y en especial los jóvenes que asisten por vez primera a un Congreso de la UPEC,aprovecharon cada momento libre para intercambiar experiencias. Foto: Roberto Morejón Guerra La formación y preparación de los periodistas resultó uno de los aspectos abordados con mayor profundidad durante la sesión de este viernes. Foto: Roberto Morejón Guerra
Fueron estas las meditaciones del Comandante: «Afirmaste con toda honestidad que no te interesa un socialismo gris, aburrido y chato. Cuán aburrido, chato y gris resulte ser el nuestro dependerá, entre otras muchas cosas, del uso que nuestros periodistas les den a los medios de divulgación masiva que la Revolución ha puesto en sus manos y no constituyen tampoco propiedades privadas con las cuales moldear las mentes de las personas.
«Nada existe más enajenante —proseguía Fidel— que muchos contenidos de la llamada “industria de la recreación” desarrollada por el imperialismo, en los cuales invierten infinitas horas jóvenes y niños sin que todavía el socialismo haya creado antídotos suficientemente eficaces para enfrentar su nociva influencia».
La misiva, bellamente escrita, digna de un detenido estudio como suelen ser las reflexiones de Fidel, contiene otros conceptos de gran profundidad y largo alcance. Como este: «La pregunta que todos debemos hacernos es si nuestra conducta y nuestros objetivos son conciliables con las leyes de la naturaleza y los frutos de la inteligencia humana». O este otro: «Pienso que en el mundo actual los principios del socialismo habría que aplicarlos ya; después sería demasiado tarde».
Varada en la página tres de la edición del 12 de junio de mi entrañable Juventud Rebelde, desmenuzando línea a línea la misiva de Fidel, me daba cuenta de que había sucedido algo extraordinario: un lector muy especial nos había escrito, y nos estaba recordando, con su sabiduría y humanidad de siempre, que nosotros, los periodistas, ocupamos un lugar estratégico dentro de la Revolución, porque, junto a muchos otros, podemos y tenemos el deber de que nuestro devenir social, además de ser un camino heroico, difícil, por momentos duro, también entrañe originalidad, diversión noble, creatividad, júbilo; y nos confiera a menudo felicidad y hasta plenitud mientras intentamos multiplicar los panes y los peces.
Fidel nos ha hablado de un reto de dimensiones enormes: de marcar la diferencia en un mundo donde los códigos tradicionales de la modernidad seducen como la flauta a la serpiente y transitan por su propio peso, sobre carriles conocidos y muy bien aceitados. Pero el gran humanista afianza nuestra autoestima: subraya el modo en que nuestras inteligencias y sentimientos son decisorios en lo que se haga de bien o mal en este pequeñito pero intenso país.
Esa maravillosa observación debe encontrar el terreno de lo posible. Y la posibilidad pasa, en primer lugar, porque asumamos este oficio, como ha dicho un colega, como una cuestión de Honor en la cual, si importante es no mentir, vital es no callar aquellas verdades cuya disección y discusión públicas aportarían fortaleza a nuestro empeño colectivo.
Ya no es posible, inmersos en la actual avalancha tecnológica que vive el mundo, tener injustificados espacios de silencio. Mas, este asunto de seleccionar, develar y defender verdades, subjetivo por excelencia, va teniendo creciente sentido y eficacia, en la medida en que nosotros tengamos mayor información y cultura políticas, mayor conciencia de la palabra; mayor sentido de la inmediatez, de lo oportuno, de lo sutil, de lo atractivo, del bello y equilibrado modo de contar las cosas.
Que se nos respete y tenga en cuenta como lo que somos, intelectuales imprescindibles para la nación, pasa, en mucho, por respetarnos primero a nosotros mismos, y por no ser unos improvisados. El Periodismo es una escuela interminable, como la de la Medicina. Nuestro paciente es el alma social, y es tan delicado lo que está en nuestras manos, que resulta inadmisible no emplearnos en cuerpo y alma, con coraje; no levantarnos cada día con el ojo humanista que busca pulsar los signos vitales del país, que elogia la virtud allí donde prevalece, que denuncia los resquicios de la realidad donde nuestra aspiración de justicia y ética revolucionarias está siendo dañada, que conmueve a la opinión pública e insta a buscar soluciones.
«Sí se puede», ha dicho el compañero Raúl. El pueblo, tan inteligente, sensible e instruido, ha sumado una frase salvadora a la anterior: «Lo que hay es que querer». Lo digo porque a nuestro gremio le sobran las reservas, las potencialidades, para asumir la compleja y enorme tarea de perfeccionar el socialismo cubano. Y ahora cuelgo una pregunta que siempre nos hacemos entre colegas: «¿Acaso fueron los menos avezados de su generación los que se pusieron de acuerdo para estudiar Periodismo»? Ya sabemos que no. Que ha sido todo lo contrario.
Por supuesto que periodista no significa prensa. De modo que en nuestra batalla hay implicadas muchas fuerzas, todas decisorias. Por eso es urgente que la relevancia que el Comandante nos confiere como arma ideológica y política de la Revolución, sea correctamente interpretada y asumida en todos los niveles de la sociedad.
La unidad, la complicidad entre todos los que soñamos un país mejor, se imponen. Hay que eliminar prejuicios y echar por tierra el dañino e ilógico contrapunteo entre el periodista que algunos encasillan en el papel de la criatura errática incapaz de merecer información, y el funcionario «de luces» que se ha parapetado tras su buró, convencido de que es mejor no abrir las puertas de su oficina. O este otro contrapunteo: El reportero de armas tomar, «iluminado», parapetado en su atalaya, para quien todos los cuadros son tontos e ineficaces burócratas.
Ciertamente, como reza el viejo refrán, hay de todo en la viña del Señor. Pero se impone el equilibrio y poner la mirada en la voluntad más elevada. Porque por el medio de esos polos mencionados a modo de ejemplo y a los que podríamos sumar otros extremos caricaturescos, pasa algo estratégico como la credibilidad del pueblo en su prensa revolucionaria, la confianza popular en las instituciones, y la salud y perdurabilidad de nuestro cuerpo social.
La responsabilidad es muy grande y debe ser sabiamente compartida, sin mezquindades, temores ni paranoia. La Patria es sagrada, y a su llamado debemos acudir todos, con la parte que nos toca, con igual humildad y pasión.
Si nosotros los periodistas nos equivocamos, nuestros errores, por lo general y por desgracia, son publicados. Es esa nuestra espada de Damocles. Pero debemos asumirla, y hacer mucho más; ocupar, todavía con mayor denuedo, la trinchera que nos corresponde, incluso a riesgo de equivocarnos. Y en nuestro honesto intento por defender la Revolución, se nos puede acompañar, enseñar, estimular, alertarnos sobre caminos errados, discrepar incluso de nuestras ideas. Pero nadie tiene derecho a disminuirnos o a subestimarnos, nadie tiene derecho a escamotear o entorpecer nuestra labor. El pueblo, que es sabio y muy culto, nunca lo ha hecho. Fidel, y quienes han aprendido de su escuela, han esperado siempre lo mejor de nosotros.
Este VIII Congreso de la UPEC puede ser un magnífico escenario de reflexiones que aborden múltiples ideas, todas encauzadas al horizonte de poner en su verdadero espacio de responsabilidad y valía al periodista de la Cuba actual.
Quería, para finalizar, compartir con mis colegas y compañeros aquí presentes, una idea que siempre me ha estremecido, del escritor argentino Julio Cortázar, porque pienso que, cuando él la estampó en una carta al intelectual cubano Roberto Fernández Retamar, pensó en todos los que amamos la palabra y hemos encontrado en ella un arma de combate: «(...) La tentación cotidiana de volver como en otros tiempos a una entrega total y fervorosa a los problemas estéticos e intelectuales, a la filosofía abstracta, a los altos juegos del pensamiento y de la imaginación, a la creación sin otro fin que el placer de la inteligencia y de la sensibilidad, libran en mí una interminable batalla con el sentimiento de que nada de todo eso se justifica éticamente si al mismo tiempo no se está abierto a los problemas vitales de los pueblos, si no se asume decididamente la condición de intelectual del tercer mundo en la medida en que todo intelectual, hoy en día, pertenece potencial o efectivamente al tercer mundo puesto que su sola vocación es un peligro, una amenaza, un escándalo para los que apoyan lenta pero seguramente el dedo en el gatillo de la bomba».